Por: Rómulo Torre Toro
1.
Estábamos en el estadio Nacional,
viéndolo jugar por última vez. Tomaba la pelota, tocaba rápido, armaba paredes,
la perdía y la recuperaba, se movía por toda la cancha como si de ese partido
dependiera un título o una clasificación. Parecía más joven que nunca y también
más feliz. Pero hay veces en que la alegría es tan grande que se transforma en tristeza
y entonces se empieza a llorar. La gente empezó a corear su nombre y él
sonreía. La gente aplaudía cada uno de sus pases y remates al arco y él sonreía.
Siempre será el Chorri, dijo mi hermano, siempre tendremos en la memoria sus
goles y los gritos que arrancaron. Lo miré y estaba emocionado. En verdad
estaba emocionado. Le pregunté qué goles recordaba. Me dijo que dos: el empate con Bolivia en la Copa América del 2004 y el último gol de Cristal, en el Cusco,
en el empate a cinco goles con Cienciano. En ese momento empezaron las olas y
vimos cómo las tribunas parecían moverse progresivamente hasta llegar a
nosotros. Pensé en lo que sentí luego de esos dos partidos, en el furor muy
parecido al que se experimenta cuando se ha ganado algo. Pensé, finalmente, en que esos
dos goles tienen en común el habernos salvado de la desgracia.
-No entiendo cómo nunca llegó a
Europa- dijo mi hermano.
Tiene quince años y lo que ha
visto es solo el residuo de lo que dio en los noventa. Una década, además, en
la que todo era mucho más difícil de lo que parece ahora. Sin embargo, soy
honesto cuando le digo que yo tampoco lo entiendo. El partido continúa y vemos cómo Montero, el
defensor uruguayo, no puede contener el desborde de Palacios y, mucho menos, su
remate que roza uno de los parantes. El estadio lanza un “uf”, el típico
casi casi, al unísono. Después, De Boer lo agarra por la cabeza y le da una
palmadita en la espalda, con cariño. El Chorri levanta los brazos a la tribuna y
todos coreamos su nombre. No, no se va. Todavía no.
2.
Dos frases, me dice César, dos
frases marcan lo que es el Chorri. Estamos a unos días del partido de despedida
y ha llegado Zamorano, luego el pibe Valderrama que, antes de decir cualquier
cosa, afirma que de niño admiraba a Cueto. Si es cierto o no, eso no importa, ya
quedó para la anécdota. Dos frases, me dice César.
Partido contra Colombia en
Barranquilla, Palacios penetra al área, tiene un defensa delante al que quiere
eludir, pero termina picando demasiado el balón que se pierde fuera, al saque de arco. Perú ganaba uno a cero. Una cámara estaba a nivel de cancha, justo
delante del atacante peruano. Guiña un ojo, grita.
-Para ti, Perú.
César me dice que los recuerdos
que guarda del Chorri son buenos y malos, que los primeros corresponden a la
selección que vio cuando era niño, mientras que los segundos son los de su
juventud desengañada. Eso dice: desengañada. Aquí no hay inventos, César es un
tipo que sabe ponerle nombre a las cosas. Dice, también, que esa es la frase
que resume lo que fue esa selección, la del 96-97, en esa Eliminatoria que lo
hizo llorar. Ese equipo era justamente eso, un equipo. No era un grupo de desconocidos que se encuentran una vez
cada dos meses para jugar dos fechas y, luego, los relegan al olvido. Entre
Palacios, Solano, Soto y Maestri, es decir el Cristal de los noventa, armaban
las jugadas, porque sabían de memoria dónde estaban o dónde lanzar el pase. No
había grandes estrellas, nadie jugaba en Europa, pero la entrega era total.
-¿Y qué gol es el inolvidable?-
pregunto.
Necesitábamos ganar ese partido
para subir más en la tabla y alejarnos de Chile que había perdido un día antes, o unas horas antes, no recuerdo bien. Era un partido decisivo, nos daba mayor
chance, nos daba ventaja, sobre todo eso, ventaja, dice César. Porque el siguiente partido era justamente contra los chilenos y
qué mejor que llegar con tres puntos arriba para mirarlos con confianza. Con
superioridad. Pero casi siempre ocurre que, cuantas más expectativas tenemos,
sufrimos más de la cuenta. Ese partido contra Uruguay en Lima fue el más épico
que le tocó ver a toda una generación.
Perú iba uno a cero abajo,
segundo tiempo, Palacios recibe un pase, elude a un defensor uruguayo y, antes
de que llegue el segundo, cruza el balón con un potente remate que se cuela por
un ángulo, ahí donde las arañas tejen su red, ahí la clavó y el estadio casi se
vino abajo. Qué importa si jugábamos bien o mal, en ese instante él y su genialidad
hicieron todo. Es muy difícil escuchar el silencio, pero cuando ese balón salió
disparado hacia el arco, cuando ingresaba y acariciaba las redes, pudimos
hacerlo. Escuchamos el silencio.
3.
Hasta aquí dos cosas: parece que
aquello que nos marca de niños no podemos olvidarlo nunca, primero. Entre esos
recuerdos imborrables siempre hay uno que destaca y en ése hay alguien, un
protagonista que es nuestro ídolo, un tipo infalible que, creemos, nunca nos decepcionará. Eso es lo segundo.
4.
Días después del partido en el
Nacional, le mando un mail a Jack preguntándole qué imagen tiene de Palacios.
Cuando el Chorri debutó yo tenía
ocho años y, por eso, de la primera parte de su carrera en Cristal solo
recuerdo las dos últimas temporadas, escribe.
Qué recuerdas de esas dos temporadas, le pregunto.
Dos cosas. Un gol que le hizo al
Sao Paulo, en Brasil, en la Copa Conmebol del 94: arrancó de la media cancha,
se sacó a tres y colgó a Rogerio Ceni. La otra, su último partido en el San
Martín antes de irse al Puebla de México el 95 (pase que fue el más caro en la
historia del fútbol peruano hasta ese entonces). Yo estaba en Oriente y el
Chorri era paseado en hombros alrededor de la cancha.
Es la primera parte de su
carrera, cuando tiene mucho que dar, cuando es la figura central de ese Cristal
y de esa selección, pero luego es totalmente distinto, le digo. El Chorri en la
última década es un fantasma, una mala copia de sí mismo y, me parece que,
además, es el gran obstáculo de Cristal para salir del atolladero en que se
metió.
Nada de eso. No es un secreto que
cuando el fútbol extranjero devolvió al Chorri al Perú éste ya había dado lo
mejor que tenía. Sin embargo, para mí siguió siendo un lujo verlo con la
celeste, diez años después, con las mismas ganas de siempre. Con las mismas
ganas de siempre. De ese segundo paso
por Cristal, que tengo mucho más fresco y nítido en mi memoria, me han quedado
también dos tardes imborrables. La primera, es del año 2008. Un U-Cristal en el
Monumental. El Chorri, desde el vértice del área grande, y de zurda, dejó
parado a Fernández, el arquerito crema. Fue el 2-1 definitivo a nuestro favor y
fue el último gran gol de su carrera. El otro partido fue cinco años antes,
también en el Monumental. La semana previa Cristal había perdido a cinco
jugadores, entre ellos a Jorge Soto, entonces Cristal tuvo que jugar el partido
con muchos juveniles. El primer tiempo terminó 3-1 para la U. Al final del
partido, Cristal ganó 4-3. El Chorri no anotó pero se puso al equipo al hombro
y empujó a los chibolos para adelante. El Chorri y diez más, esa tarde,
silenciaron al noventa por ciento del estadio, unos cuarenta mil hinchas de la
U que, como siempre, abandonaban a su equipo antes del pitazo final. Desde los
palcos de Sur, los siempre impotentes perdedores cremas no atinaban más que a
tirar cubos de hielo o cerveza al Extremo que celebraba el triunfo. El Chorri
con la Celeste encima, fue capaz de generar todo eso.
Jack se emociona y lo imagino con
la Celeste puesta, cantando a toda voz y agitando los brazos. Lo imagino
viviendo todo lo que me cuenta. Para Jack, el Chorri es el símbolo de un
equipo, su marca registrada.
Para mí, la imagen del Chorri
siempre tendrá la Celeste encima. Porque Alianza lo quiso y le ofreció mucho
más dinero y más de una vez, pero nunca se vendió ni a ese ni a otro club
peruano. ¿Qué jugador de su generación puede decir lo mismo?
Nadie, Jack.
5.
Debemos agregar algunas cosas,
por lo menos desde mi perspectiva. Cuando Cristal la pasaba mal, llegó el
Chorri. Regresó, mejor dicho. Muchos de los hinchas creímos entonces que su
vuelta aseguraba la recuperación del equipo y una campaña, al año siguiente,
que nos llevara a ganar el Descentralizado y, posteriormente, participar en una
Libertadores en la que fuéramos protagonistas. Todo se resume en eso: recobrar
protagonismo. Los hinchas tomábamos el pasado y lo proyectábamos al presente
con la ilusión de ver una nueva edad de oro, no con una generación diferente,
sino con una vieja estrella que, pensábamos, conservaba su talento y su fuerza.
Nada más equivocado, nunca tan
lejos de la realidad. El Chorri puso el pecho, sí, pero no jugó como queríamos,
no consiguió los títulos que soñábamos, no hizo tantos golazos como hubiéramos
deseado. Tampoco tenía por qué hacerlo. Ya había entregado lo mejor que tenía
en su momento y ahora solo era una presencia que inspiraba respeto. O, en todo
caso, nos salvaba del desastre. Cuando Cristal estuvo a un paso del descenso,
el que ponía la fuerza, el que daba la cara frente a las críticas y salía a
declarar, era él. Cuando ya nadie creía en el equipo, Palacios pedía aliento y
entonces la hinchada respondía yendo al estadio y cantando y llorando en el San
Martín. De alguna manera verlo en la cancha daba la esperanza de que nada malo
podría suceder.
El Chorri envejeció con Cristal y
eso no se olvida. No puede olvidarse.
6.
La segunda frase, dice César, es
de hace poco. En verdad es de las últimas Eliminatorias, después de un partido
que ganamos cuando ya todo estaba perdido, un partido que no importaba porque
nada estaba en juego. Quizá el honor, pero esas son tonterías.
Chemo del Solar dejó de convocar
a los jugadores más importantes de la selección luego del caso Golf Los incas,
el 2008, los jugadores que todo el mundo consideraba imprescindibles para
alcanzar una clasificación. Comprobada su culpa, decidió no llamarlos
más y armar el equipo con otra gente, con jugadores más jóvenes y, por
supuesto, con reciclados. Entre estos últimos estaba el Chorri.
Durante toda la campaña, dice
César, trató de hacer lo que siempre hizo en la selección: jugar con toques
cortos y rápidos, apilar rivales en base a su velocidad, rematar de larga
distancia. Pero el cuerpo no le daba. Los defensores contrarios ni se
despeinaban con él, y sus pases, en la mayoría de casos, eran predecibles e
interceptados. El tiempo le pasó la factura. Por mucho que lo intentó, nada fue
como antes, así que su imagen se diluyó paulatinamente para, al final, perderse
como uno más entre los demás jugadores. Si figuraba o no en el once titular era
ya una cuestión poco importante. A pesar de todo, su corazón no acusó el golpe.
Por más obstáculos que le pusiera su propio cuerpo, el Chorri peleaba todas las
pelotas y de vez en cuando organizaba al equipo y construía jugadas como
antes, como hacía más de diez años.
Así llegó el partido con Uruguay
en Lima. Por un lado, una selección humillada, goleada, que revivía los peores
tiempos de su historia y que parecía (todavía hoy lo parece) condenada a no
clasificar jamás. Por otro, una selección necesitada de tres puntos que le
permitieran alcanzar el cuarto lugar, clasificar directamente a Sudáfrica y
respirar tranquila. Es decir, dos panoramas opuestos. Cuando todo indicaba, por
lo tanto, que Uruguay ganaría, Palacios cobró un tiro de esquina y le metió un
pase preciso a Vargas, quien remató al arco sin fortuna, porque la pelota
rebotó en alguien, en una cara uruguaya, y volvió a sus pies como pidiendo una
nueva oportunidad para hacernos felices. Vargas entonces remató de nuevo,
desviado, pero esta vez la pelota buscó caer en el lugar correcto, al jugador
correcto, Rengifo quedó mano a mano con el portero, solo, en medio de un mar de gente que
contuvo la respiración y, por fin, pudo explotar de rabia, de alegría, de
consuelo. Gol.
Minutos después, dice César,
Godín le comete una falta al Chorri. No se conforma con mandarlo al suelo, sino que
además quiere pisarlo. Pasarle por encima. Enrostrarle que no era nadie,
demostrarle que no era más que un bicho miserable. Pero ya el daño estaba
hecho: ganamos ese partido que no valía nada y le complicamos la vida a un
Uruguay que, luego de unos meses jugaría el repechaje y clasificaría al
Mundial. Nada determinante: así parece ser todas las cosas que hacemos, incluso
cuando queremos hacer daño. Quedamos fuera, en un estadio que se iba quedando
vacío, en silencio, sin gloria y más pena, mientras en la cancha los
periodistas corrían en una misma dirección, como hormigas listas para devorar
la presa muerta:
-Chorri, la camiseta que más
quieres, tal vez- pregunta un reportero, enseñándole la camiseta peruana.
-La que más amo, viejo, la que
más amo.
Me quedo con
esa segunda frase, dice César.
7.
Un tercer punto a tener en
consideración: ante el horror del presente, el pasado vuelve idealizado en la
forma, entre otras, de un jugador de fútbol.
8.
8.
La sonrisa que tenía se fue
modificando. La alegría de jugar iba desapareciendo a medida que el minuto
noventa se acercaba, y el pitazo del árbitro no sería solo el fin del partido,
sino el final de su carrera. Acabar el partido sería el inicio de una vida sin
fútbol. Sin hinchas. Sin goles. Sin voces que coreen su nombre. Entonces empezó
a llorar. Estábamos en el Estadio Nacional, viéndolo dejar de jugar. Nos
paramos y aplaudimos sin cansarnos. Palacios alzó los brazos, besó sus manos y
las volvió a levantar en dirección al público. Se fue entre aplausos y un no se
va que significaba que nos habíamos quedado solos. Ya no habrá quién nos salve
de la desgracia. El fracaso ya no tendrá quién lo aguante.
2 comentarios:
Me gustó mucho la crónica, Rómulo. Sobre todo, la frase final, que es casi una sentencia. Es cierto, por más que duela admitirlo, el Chorri es una gran jugador y, al mismo tiempo, un símbolo de nuestro fútbol: garra, quimba, fantasía, una extraña mezcla de todo ello, una maquinaria incapaz de ser traducida en triunfos o acaso en cifras favorables. Quizá los peruanos nos hemos tomado muy en serio aquello de que lo que importa es jugar, no ganar.
Quizás sea eso: jugar y no ganar. A veces pienso que el futbol peruano tiene una particularidad muy nuestra: vanagloriarse por partidos aislados, individualizados, sacados de su contexto. De ahí que todos nos sepamos de memoria partidos como el 3 a 1 a Brasil por la Copa América del 75, o el 2 a 1 a Uruguay en las Eliminatorias a España 82. Pero no existen recorridos largos, procesos, ciclos que hayan sido coronados con el éxito. Jugamos bien, a veces increíble, pero no nos alcanza. Nunca alcanza. Esto se puede deber a muchas cosas, pero me inclino a pensar que es el síntoma de una incapacidad por involucrarse en cosas de largo aliento, una incapacidad por materializar proyectos y promesas colectivos.
Muchas gracias por comentar y, sobre todo, por leer este blog.
Rómulo.
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