miércoles, 20 de junio de 2012

Dos representaciones de la mujer en la tragedia griega




Por: Mateo Díaz Choza 



A pesar de que en sus orígenes el mito griego estuvo ligado a la religión, con códigos y funciones muy distintas a las literarias, es indudable que su legado principal ha sido un conjunto nada reducido de relatos memorables. Desde los latinos, las generaciones posteriores acumularon dicho material hasta que se consolidó en la tradición denominada “clásica”, que ha tenido y aún tiene (aunque de una manera menos abrumadora que hace unos siglos) una persistencia determinante en la creación artística occidental. Una de las razones de esta pervivencia ha sido su posibilidad de renovarse, redefinirse y adaptarse a nuevos contextos culturales; no siempre manteniendo in strictu sensu el mito original, pero sí tomándolo como modelo para la formación de nuevas creaciones. Su presencia no se restringe a los ámbitos académicos o de la élite; incluso la cultura de masas, al tomar a un personaje como Frankestein, se convierte en el eslabón culminante de una cadena que tiene entre sus precedentes a la obra literaria de Mary Shelley y al mito de Prometeo.

El objetivo de este breve ensayo es señalar dos tipos de representaciones de la mujer dentro de la tragedia griega[1]. Se parte de la tradición trágica porque, a diferencia de la épica, sus modelos femeninos tienden con mayor frecuencia a un elemento que será analizado más adelante: la transgresión. Las mujeres más celebradas de los cantos homéricos tienen poca influencia, a partir de sus acciones, en el devenir de las historias de las que forman parte. Esto es más obvio en el caso de Penélope, a quien se describe en una perpetua espera; mientras que en el caso de Helena, su rapto —consecuencia de los celos y vanidades de tres diosas del Olimpo— aparece casi como una excusa para iniciar la invasión a Troya. Otro matiz tiene su representación en Las troyanas de Eurípides, donde se la describe abiertamente como una traidora, que huye con Paris sin importarle la fidelidad debida a Menelao ni las consecuencias que podían generar sus actos. Si bien el mito es el mismo, el énfasis es muy diferente en el tratamiento del escritor trágico. El caso de Helena no está aislado, ya que en la tragedia abundan las mujeres transgresoras (Medea, Electra o Fedra, entre otras). Las causas de este hecho no son del todo claras. Si bien se podría aducir que el género épico implica la narración de la gesta de un pueblo, en el que no cabría la descripción pormenorizada del pathos individual; no se podría generalizar del todo dicho argumento ya que habrían casos (p. ej. la Odisea) en el que el relato se centraría en el destino de un sujeto. Lo más probable es que la propia naturaleza de los acontecimientos de la épica, principalmente militares y heroicos, no dieron mucha cabida a desarrollar los personajes femeninos; mientras que la estructura de la tragedia, al hacer del súbito infortunio individual su centro, podía ser más permeable a la mencionada temática. Sea o no por dichas razones, los trágicos griegos, especialmente Eurípides, se interesaron en gran medida por la representación de los destinos femeninos.

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El primer personaje a tratar es el de Antígona. Es hija de Edipo y Yocasta, así como prometida de Hemón y hermana de quienes murieron disputándose el gobierno tebano —Eteocles y Polinices—. Se enfrenta al rey de Tebas, su tío Creonte, para transgredir el edicto que este había dictaminado: no enterrar a Polinices. Por su rebeldía, Antígona es encarcelada y muere en prisión. Si bien la representación más completa y célebre corresponde a las dos últimas tragedias de la trilogía tebana de Sófocles (Edipo en Colona y Antígona), también aparece en Los siete contra Tebas de Esquilo y Las fenicias de Eurípides. La obra de Esquilo sienta las bases que configuran al personaje: a partir de la muerte de sus dos hermanos, la heroína decide que ambos merecen ser enterrados y recibir los ritos que corresponden a su condición. Su participación es secundaria, ya que solamente aparece una vez muertos los dos combatientes, al final de la obra. El gran acierto de Sófocles fue desarrollar el personaje, darle hondura y relevancia. En la primera tragedia, Antígona es quien acompaña a su padre Edipo al exilio en Colono. La lealtad y la piedad son los móviles de sus actos, no solamente respecto de su progenitor, sino también de Polinices.

ANTÍGONA.—Polinices, te ruego que me hagas caso en una cosa.
POLINICES.—Oh queridísima, ¿en cuál, Antígona? Explícate.
ANTÍGONA.—Cuanto antes te sea posible vuelve el ejército a Argos y no acabes contigo y con la ciudad.
POLINICES.—Pero es que ello no es posible, pues ¿cómo conseguiría volver a arrastrar otra vez en el futuro el mismo ejército cuando esta mi retirada será de efectos definitivos?          
ANTÍGONA.— ¿Pero qué falta hace que vuelvas a enfadarte, mi niño? ¿Qué ventaja obtienes con destruir la patria?
POLINICES.— Es vergonzoso huir y que yo, que soy el mayor, sea ridiculizado así sin más por nuestro hermano.
ANTÍGONA.— ¿Ves entonces cómo te llevan derecho los vaticinios del aquí presente [se refiere a Edipo], que ha pronunciado sobre vosotros dos una mutua muerte?
POLICINES.— Es que él está interesado en mi muerte pero yo no debo hacerle caso en absoluto.
ANTÍGONA.— ¡Ay cuitada de mí! ¿Pero quién osará seguirte cuando se entere de qué calamidades os vaticinó el hombre aquí presente?

Al darse cuenta que no puede convencer a su hermano de evitar el fatídico encuentro, ella misma decide asumir las consecuencias. La pregunta final se dirige en primera instancia a los soldados argivos que lo acompañan en la invasión a Tebas (quienes podrían abandonar a Polinices al saber que las maldiciones de su padre lo condenaban a fracasar), pero también parece anticipar el propio dilema de la heroína. En definitiva, ella misma se volverá la propia respuesta a su pregunta. 

                Por otro lado, Sófocles construye el personaje de Antígona en oposición al de su hermana Ismene. La valentía y gran entereza moral de la primera, que la lleva a transgredir la ley, la diferencia de la segunda. Como dice Aristóteles, Antígona pone las leyes universales por encima de las leyes de los hombres (entendidas como pasajeras). En Sófocles, la visión de la heroína es idealizada y adquiere actualidad porque logra aquello que es el objetivo de los héroes contemporáneos: es capaz de actuar, de manifestar su voluntad, de ser presencia; en definitiva, de ejercer la libertad. El carácter delineado por Esquilo y Sófocles se constituye como la interpretación canónica del personaje[2]. Por el contrario, Eurípides —que siempre se caracterizó por ofrecer matices e interpretaciones poco ortodoxas del mito tradicional— realiza una representación más realista y menos grandiosa. En Las fenicias, Antígona parece una tímida niña al pedirle a su pedagogo que le señale los nombres de los guerreros que participarán en la contienda o al avergonzarse de la presencia de las tropas en su ciudad, por lo que se va a mostrar reticente a acompañar a su madre a presenciar el enfrentamiento de sus dos hermanos. Solamente a partir de sus muertes, ella asume su destino y adopta una posición de rebeldía. La versión del último de los grandes trágicos puede ser más verosímil e incluso más tierna, pero por el otro lado hace que el personaje pierda su interés principal: el hecho que el destino no es para Antígona una necesidad, sino una elección. La tremenda dureza del porvenir le es anticipada a la heroína en el diálogo con Polinices, haberlo seguido es ya una manifestación de su propia voluntad.   

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El otro personaje que se desarrollará es el de Casandra. Hija de Príamo y Hécuba, reyes troyanos; posee el don adivinatorio, pero es castigada por Apolo y sus profecías nunca son creídas. Después del saqueo de Troya, es secuestrada por Agamenón, quien la toma como concubina. Allí vaticina la ruina de la casa real y es asesinada por Clitemnestra, luego de la muerte del atrida. Aparece como personaje apenas en dos tragedias: Agamenón de Esquilo y Las troyanas de Eurípides. La representación del primero de los grandes trágicos es sobria y misteriosa, se resalta su rol de profetiza y de víctima del odio de Clitemnestra. Las visiones se presentan de forma intensa pero contenida y salvo en el momento del rapto de inspiración, Casandra se encuentra en un estado de cordura. Por otro lado, la versión de Eurípides no contradice lo propuesto por Esquilo, pero acentúa los rasgos dramáticos y delirantes del personaje. La obra transcurre en Troya, apenas ha caído ante el ejército aqueo y se sabe que la profetiza va a ser llevada como mujer de Agamenón. Su irrupción es breve pero intensa: eleva un canto de celebración a su himeneo próximo —que es visto por lo demás como otro signo de su insania (“ni en medio de tus desdichas has recobrado el juicio, hija, sino que en el mismo estado de locura te encuentras”,  le dice Hécuba) — para después afirmar que el motivo de su júbilo es la próxima muerte de Agamenón, que ella misma planea consumar. La representación se asemeja a la hecha por el mismo autor de las bacantes: mujeres gobernadas por la ira, entregadas a un dios y hostiles al género masculino. El parlamento final de Casandra, en el que se despide de Apolo y de su madre antes de ser llevada por las huestes aqueas, configura una imagen profundamente impactante:

CASANDRA.— (…) (Mientras camina va despojándose de sus atributos de sacerdotisa, que el viento va arrastrando). ¡Oh guirnaldas del dios que más quiero, adornos del evohé, adiós! Atrás he dejado los días de fiesta con que antaño me regocijaba. Alejaos de mi cuerpo a jirones, para que yo, cuerpo todavía puro, os entregue a los veloces vientos para que hasta ti sean llevadas, profético soberano (...) Adiós, madre, no llores. Oh patria querida, hermanos bajo tierra y padre que nos engendraste, no me habéis de esperar por mucho tiempo, pues habré de llegar al mundo de los muertos portando la victoria, tras destruir la casa de los atridas, a cuyas manos hemos perecido.    

                La configuración dramática y apasionada del personaje que hace Eurípides se ha mantenido a lo largo del tiempo[3]. Sin embargo, aun en esta, Casandra se caracteriza por lo opuesto a Antígona: es ausencia de presente. Conoce hechos del futuro y del pasado que los demás no poseen, pero es incapaz de poder alterar ese destino. En Agamenón no llega a tener voluntad, pero en Las troyanas las amenazas inferidas se encuentran al margen de sus propias posibilidades. El hecho es que Casandra, al sufrir la maldición de Apolo, no tiene ninguna opción de participar en él. Es al mismo tiempo objeto de deseo, trofeo de guerra y causa de celos y desgracias; los acontecimientos giran en torno a ella sin que pueda tomar parte. Al mismo tiempo, en la obra de Esquilo representa a la extranjera, aquella que ha sido alejada de su propio territorio. Dicho alejamiento no está exento de ambigüedad, ya que pareciera que en la apropiación de Agamenón las figuras de esclava y esposa no fueran contradictorias, e incluso, que pudieran implicarse mutuamente. La referencia a la virginidad de la profetiza la configura como una mujer dedicada por entero a la divinidad, por lo que la violación de dichas disposiciones no podía sino traer funestas consecuencias para la casa de Argos. De esa forma, Casandra atraviesa nuevamente por una situación trágica, pero alejada del resto, imantada de furor divino, quemada por otro fuego.

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¿En qué medida se vinculan estos dos mitos, en apariencia configurados por personalidades tan disímiles? ¿Qué caracteriza a ambas mujeres que hace que sus actos no pierdan trascendencia en la actualidad? Múltiples respuestas pueden esbozarse, muchas de ellas válidas. Sin embargo, es la intención de este trabajo concluir enfatizando una: la capacidad transgresora. Ambas se enfrentan a sujetos de mayor poder, garantes de la ley y el orden; pero esta rebeldía obedece a una situación de injusticia. Ambas se rigen por leyes que perviven las contingentes leyes de los poderosos, que tienden a devenir en tiranos. En su desacato, ambas cuestionan la posición del individuo dentro de la polis y muestran una profunda fidelidad a la verdad en su forma postrera, el destino. Tanto la ejemplaridad apolínea de Antígona, como la videncia báquica (curioso hecho, ya que la profetiza era inspirada por Apolo) de Casandra, configuran el cumplimiento de un fatum que no se realiza por sí mismo. Ese acercamiento voluntario al abismo que de todas formas las envolverá, se revela como una forma de entereza que todavía no ha dejado de asombrarnos.   


     



[1] Se utilizará la edición de las obras completas de Esquilo, Sófocles y Eurípides de la Editorial Cátedra.
[2] Es la interpretación clásica que hace Watanabe en su versión del mito griego, mas no la sugerida por Eielson en su poema en prosa.
[3] En algunos casos se ha enfatizado su oposición al matrimonio. Curioso ejemplo de ello es el Auto de la sibila Casandra de Gil Vicente (1465-1536), que inicia de la siguiente forma: “Dicen que me case yo:  / no quiero marido, no. / Más quiero vivir segura / en esta sierra a mi soltura, / que no estar en ventura / si casaré bien o no”.



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