miércoles, 20 de junio de 2012

Dos representaciones de la mujer en la tragedia griega




Por: Mateo Díaz Choza 



A pesar de que en sus orígenes el mito griego estuvo ligado a la religión, con códigos y funciones muy distintas a las literarias, es indudable que su legado principal ha sido un conjunto nada reducido de relatos memorables. Desde los latinos, las generaciones posteriores acumularon dicho material hasta que se consolidó en la tradición denominada “clásica”, que ha tenido y aún tiene (aunque de una manera menos abrumadora que hace unos siglos) una persistencia determinante en la creación artística occidental. Una de las razones de esta pervivencia ha sido su posibilidad de renovarse, redefinirse y adaptarse a nuevos contextos culturales; no siempre manteniendo in strictu sensu el mito original, pero sí tomándolo como modelo para la formación de nuevas creaciones. Su presencia no se restringe a los ámbitos académicos o de la élite; incluso la cultura de masas, al tomar a un personaje como Frankestein, se convierte en el eslabón culminante de una cadena que tiene entre sus precedentes a la obra literaria de Mary Shelley y al mito de Prometeo.

El objetivo de este breve ensayo es señalar dos tipos de representaciones de la mujer dentro de la tragedia griega[1]. Se parte de la tradición trágica porque, a diferencia de la épica, sus modelos femeninos tienden con mayor frecuencia a un elemento que será analizado más adelante: la transgresión. Las mujeres más celebradas de los cantos homéricos tienen poca influencia, a partir de sus acciones, en el devenir de las historias de las que forman parte. Esto es más obvio en el caso de Penélope, a quien se describe en una perpetua espera; mientras que en el caso de Helena, su rapto —consecuencia de los celos y vanidades de tres diosas del Olimpo— aparece casi como una excusa para iniciar la invasión a Troya. Otro matiz tiene su representación en Las troyanas de Eurípides, donde se la describe abiertamente como una traidora, que huye con Paris sin importarle la fidelidad debida a Menelao ni las consecuencias que podían generar sus actos. Si bien el mito es el mismo, el énfasis es muy diferente en el tratamiento del escritor trágico. El caso de Helena no está aislado, ya que en la tragedia abundan las mujeres transgresoras (Medea, Electra o Fedra, entre otras). Las causas de este hecho no son del todo claras. Si bien se podría aducir que el género épico implica la narración de la gesta de un pueblo, en el que no cabría la descripción pormenorizada del pathos individual; no se podría generalizar del todo dicho argumento ya que habrían casos (p. ej. la Odisea) en el que el relato se centraría en el destino de un sujeto. Lo más probable es que la propia naturaleza de los acontecimientos de la épica, principalmente militares y heroicos, no dieron mucha cabida a desarrollar los personajes femeninos; mientras que la estructura de la tragedia, al hacer del súbito infortunio individual su centro, podía ser más permeable a la mencionada temática. Sea o no por dichas razones, los trágicos griegos, especialmente Eurípides, se interesaron en gran medida por la representación de los destinos femeninos.

***

El primer personaje a tratar es el de Antígona. Es hija de Edipo y Yocasta, así como prometida de Hemón y hermana de quienes murieron disputándose el gobierno tebano —Eteocles y Polinices—. Se enfrenta al rey de Tebas, su tío Creonte, para transgredir el edicto que este había dictaminado: no enterrar a Polinices. Por su rebeldía, Antígona es encarcelada y muere en prisión. Si bien la representación más completa y célebre corresponde a las dos últimas tragedias de la trilogía tebana de Sófocles (Edipo en Colona y Antígona), también aparece en Los siete contra Tebas de Esquilo y Las fenicias de Eurípides. La obra de Esquilo sienta las bases que configuran al personaje: a partir de la muerte de sus dos hermanos, la heroína decide que ambos merecen ser enterrados y recibir los ritos que corresponden a su condición. Su participación es secundaria, ya que solamente aparece una vez muertos los dos combatientes, al final de la obra. El gran acierto de Sófocles fue desarrollar el personaje, darle hondura y relevancia. En la primera tragedia, Antígona es quien acompaña a su padre Edipo al exilio en Colono. La lealtad y la piedad son los móviles de sus actos, no solamente respecto de su progenitor, sino también de Polinices.

ANTÍGONA.—Polinices, te ruego que me hagas caso en una cosa.
POLINICES.—Oh queridísima, ¿en cuál, Antígona? Explícate.
ANTÍGONA.—Cuanto antes te sea posible vuelve el ejército a Argos y no acabes contigo y con la ciudad.
POLINICES.—Pero es que ello no es posible, pues ¿cómo conseguiría volver a arrastrar otra vez en el futuro el mismo ejército cuando esta mi retirada será de efectos definitivos?          
ANTÍGONA.— ¿Pero qué falta hace que vuelvas a enfadarte, mi niño? ¿Qué ventaja obtienes con destruir la patria?
POLINICES.— Es vergonzoso huir y que yo, que soy el mayor, sea ridiculizado así sin más por nuestro hermano.
ANTÍGONA.— ¿Ves entonces cómo te llevan derecho los vaticinios del aquí presente [se refiere a Edipo], que ha pronunciado sobre vosotros dos una mutua muerte?
POLICINES.— Es que él está interesado en mi muerte pero yo no debo hacerle caso en absoluto.
ANTÍGONA.— ¡Ay cuitada de mí! ¿Pero quién osará seguirte cuando se entere de qué calamidades os vaticinó el hombre aquí presente?

Al darse cuenta que no puede convencer a su hermano de evitar el fatídico encuentro, ella misma decide asumir las consecuencias. La pregunta final se dirige en primera instancia a los soldados argivos que lo acompañan en la invasión a Tebas (quienes podrían abandonar a Polinices al saber que las maldiciones de su padre lo condenaban a fracasar), pero también parece anticipar el propio dilema de la heroína. En definitiva, ella misma se volverá la propia respuesta a su pregunta. 

                Por otro lado, Sófocles construye el personaje de Antígona en oposición al de su hermana Ismene. La valentía y gran entereza moral de la primera, que la lleva a transgredir la ley, la diferencia de la segunda. Como dice Aristóteles, Antígona pone las leyes universales por encima de las leyes de los hombres (entendidas como pasajeras). En Sófocles, la visión de la heroína es idealizada y adquiere actualidad porque logra aquello que es el objetivo de los héroes contemporáneos: es capaz de actuar, de manifestar su voluntad, de ser presencia; en definitiva, de ejercer la libertad. El carácter delineado por Esquilo y Sófocles se constituye como la interpretación canónica del personaje[2]. Por el contrario, Eurípides —que siempre se caracterizó por ofrecer matices e interpretaciones poco ortodoxas del mito tradicional— realiza una representación más realista y menos grandiosa. En Las fenicias, Antígona parece una tímida niña al pedirle a su pedagogo que le señale los nombres de los guerreros que participarán en la contienda o al avergonzarse de la presencia de las tropas en su ciudad, por lo que se va a mostrar reticente a acompañar a su madre a presenciar el enfrentamiento de sus dos hermanos. Solamente a partir de sus muertes, ella asume su destino y adopta una posición de rebeldía. La versión del último de los grandes trágicos puede ser más verosímil e incluso más tierna, pero por el otro lado hace que el personaje pierda su interés principal: el hecho que el destino no es para Antígona una necesidad, sino una elección. La tremenda dureza del porvenir le es anticipada a la heroína en el diálogo con Polinices, haberlo seguido es ya una manifestación de su propia voluntad.   

***

El otro personaje que se desarrollará es el de Casandra. Hija de Príamo y Hécuba, reyes troyanos; posee el don adivinatorio, pero es castigada por Apolo y sus profecías nunca son creídas. Después del saqueo de Troya, es secuestrada por Agamenón, quien la toma como concubina. Allí vaticina la ruina de la casa real y es asesinada por Clitemnestra, luego de la muerte del atrida. Aparece como personaje apenas en dos tragedias: Agamenón de Esquilo y Las troyanas de Eurípides. La representación del primero de los grandes trágicos es sobria y misteriosa, se resalta su rol de profetiza y de víctima del odio de Clitemnestra. Las visiones se presentan de forma intensa pero contenida y salvo en el momento del rapto de inspiración, Casandra se encuentra en un estado de cordura. Por otro lado, la versión de Eurípides no contradice lo propuesto por Esquilo, pero acentúa los rasgos dramáticos y delirantes del personaje. La obra transcurre en Troya, apenas ha caído ante el ejército aqueo y se sabe que la profetiza va a ser llevada como mujer de Agamenón. Su irrupción es breve pero intensa: eleva un canto de celebración a su himeneo próximo —que es visto por lo demás como otro signo de su insania (“ni en medio de tus desdichas has recobrado el juicio, hija, sino que en el mismo estado de locura te encuentras”,  le dice Hécuba) — para después afirmar que el motivo de su júbilo es la próxima muerte de Agamenón, que ella misma planea consumar. La representación se asemeja a la hecha por el mismo autor de las bacantes: mujeres gobernadas por la ira, entregadas a un dios y hostiles al género masculino. El parlamento final de Casandra, en el que se despide de Apolo y de su madre antes de ser llevada por las huestes aqueas, configura una imagen profundamente impactante:

CASANDRA.— (…) (Mientras camina va despojándose de sus atributos de sacerdotisa, que el viento va arrastrando). ¡Oh guirnaldas del dios que más quiero, adornos del evohé, adiós! Atrás he dejado los días de fiesta con que antaño me regocijaba. Alejaos de mi cuerpo a jirones, para que yo, cuerpo todavía puro, os entregue a los veloces vientos para que hasta ti sean llevadas, profético soberano (...) Adiós, madre, no llores. Oh patria querida, hermanos bajo tierra y padre que nos engendraste, no me habéis de esperar por mucho tiempo, pues habré de llegar al mundo de los muertos portando la victoria, tras destruir la casa de los atridas, a cuyas manos hemos perecido.    

                La configuración dramática y apasionada del personaje que hace Eurípides se ha mantenido a lo largo del tiempo[3]. Sin embargo, aun en esta, Casandra se caracteriza por lo opuesto a Antígona: es ausencia de presente. Conoce hechos del futuro y del pasado que los demás no poseen, pero es incapaz de poder alterar ese destino. En Agamenón no llega a tener voluntad, pero en Las troyanas las amenazas inferidas se encuentran al margen de sus propias posibilidades. El hecho es que Casandra, al sufrir la maldición de Apolo, no tiene ninguna opción de participar en él. Es al mismo tiempo objeto de deseo, trofeo de guerra y causa de celos y desgracias; los acontecimientos giran en torno a ella sin que pueda tomar parte. Al mismo tiempo, en la obra de Esquilo representa a la extranjera, aquella que ha sido alejada de su propio territorio. Dicho alejamiento no está exento de ambigüedad, ya que pareciera que en la apropiación de Agamenón las figuras de esclava y esposa no fueran contradictorias, e incluso, que pudieran implicarse mutuamente. La referencia a la virginidad de la profetiza la configura como una mujer dedicada por entero a la divinidad, por lo que la violación de dichas disposiciones no podía sino traer funestas consecuencias para la casa de Argos. De esa forma, Casandra atraviesa nuevamente por una situación trágica, pero alejada del resto, imantada de furor divino, quemada por otro fuego.

***

¿En qué medida se vinculan estos dos mitos, en apariencia configurados por personalidades tan disímiles? ¿Qué caracteriza a ambas mujeres que hace que sus actos no pierdan trascendencia en la actualidad? Múltiples respuestas pueden esbozarse, muchas de ellas válidas. Sin embargo, es la intención de este trabajo concluir enfatizando una: la capacidad transgresora. Ambas se enfrentan a sujetos de mayor poder, garantes de la ley y el orden; pero esta rebeldía obedece a una situación de injusticia. Ambas se rigen por leyes que perviven las contingentes leyes de los poderosos, que tienden a devenir en tiranos. En su desacato, ambas cuestionan la posición del individuo dentro de la polis y muestran una profunda fidelidad a la verdad en su forma postrera, el destino. Tanto la ejemplaridad apolínea de Antígona, como la videncia báquica (curioso hecho, ya que la profetiza era inspirada por Apolo) de Casandra, configuran el cumplimiento de un fatum que no se realiza por sí mismo. Ese acercamiento voluntario al abismo que de todas formas las envolverá, se revela como una forma de entereza que todavía no ha dejado de asombrarnos.   


     



[1] Se utilizará la edición de las obras completas de Esquilo, Sófocles y Eurípides de la Editorial Cátedra.
[2] Es la interpretación clásica que hace Watanabe en su versión del mito griego, mas no la sugerida por Eielson en su poema en prosa.
[3] En algunos casos se ha enfatizado su oposición al matrimonio. Curioso ejemplo de ello es el Auto de la sibila Casandra de Gil Vicente (1465-1536), que inicia de la siguiente forma: “Dicen que me case yo:  / no quiero marido, no. / Más quiero vivir segura / en esta sierra a mi soltura, / que no estar en ventura / si casaré bien o no”.



lunes, 18 de junio de 2012

Una conspiración permanente




Por: Lenin Pantoja Torres




¿Qué es lo importante del poder político? ¿Quién lo posee o entre quiénes se comparte? Poder y traición (The ides of march, 2011), la última película de George Clooney, no muestra al poder en funcionamiento, sino a las pretensiones de obtenerlo. La búsqueda, a través de todos los medios posibles, revela las livianas y vulnerables bases sobre las que se sostiene algo tan grande, algo que servirá para conducir hacia una dirección a un país. George Clooney no construye el poder en sí mismo, sino expone el origen y el funcionamiento de una organización política que diseñará un uso del poder. Por todo esto, la película revela la evolución de un conocimiento político que pretende gobernar de manera aristotélica, es decir, el poder no lo poseerá el rostro visible del presidente, lo detentará el hombre que le indique qué hacer y cómo hacerlo.

Personalidad política

Poder y traición es la historia de las elecciones primarias del partido Demócrata en los EE.UU. El gobernador de Pensilvania, Mike Morris (George Clooney), y su equipo de campaña, Paul Zara (Philip Seymour Hoffman) y Stephen Meyers (Ryan Gosling), se enfrentan al senador Pullman de Arkansas y su equipo liderado por Tom Duffy (Paul Giamatti). La historia nos sitúa en las elecciones de Ohio, las cuales son decisivas para definir quién asumirá el liderazgo del partido Demócrata en las presidenciales y, en consecuencia, quién tiene casi asegurado el ingreso a la Casa Blanca, pues el gobierno Republicano saliente no ha sido positivo. Por eso, “como vaya Ohio, así irá la nación”, dice una periodista de televisión. En el camino veremos cómo se va revelando la naturaleza perversa que envuelve a la política, pero será la destrucción de la lealtad, la traición, la que desencadenará las acciones de la película. Sin duda, el poder tiene un gran protagonismo porque es lo que modula y envuelve todo lo que ocurre, no como algo que se posee sino como algo que se anhela, sin embargo, el gran tema de la película es la confianza en el entorno para seguir adelante en la toma de decisiones que obtenga una victoria electoral.



Ambos candidatos confían en sus equipos ya que se entregan a ellos casi completamente. Dentro de cada grupo hay una cabeza. En el caso de Morris, el líder de la campaña es Paul Zara y su mano derecha es Stephen Meyers. Precisamente, Stephen es el personaje más dinámico del filme, sus cambios obedecen a la idea de lealtad que posee, una idea que no ubica en lo más alto de su escala de valores, sino la subordina ante la sensación de sentirse importante y, sobre todo, poderoso. El punto de quiebre de la película se produce cuando Duffy concierta un encuentro con Stephen donde le propone que deje a Paul y trabaje para él. Le asegura que la campaña está casi ganada con los votos de los delegados de Thompson, un tipo corrupto pero importante políticamente hablando ya que posee 356 votos seguros, lo que sorprende a Stephen ya que Paul acaba de hacer una visita al susodicho para conseguir dichos votos. Luego, cuando Stephen le asegura a Paul que no hay nada de qué hablar, cuando le oculta su encuentro con Duffy, todo cambia. Poco después, en el instante en que Stephen confiesa su encuentro, Paul se decepciona y, luego de meditarlo, despide a Stephen para salvar la campaña. El saldo es alto ya que Stephen tendrá que quedar completamente destruido como figura política, algo que él no permitirá.

Uno de los aciertos de la película es la construcción de la atmósfera que envuelve todo, un aspecto que no es novedoso en el trabajo de Clooney, un director acostumbrado a la elección de temas tensos. Recordemos al protagonista de Confesiones de una mente peligrosa, Chuck Barris, que posee una doble vida (de día, un productor y conductor de programas de televisión; de noche, un agente asesino de la CIA) por lo cual debe caminar siempre mirando a sus espaldas. También está el periodista de radio y televisión, Edward Murrow, de Buenas noches y buena suerte, que tiene conflictos públicos con el senador Joseph McCarthy a partir de las acciones controversiales de la “cacería de brujas” en los EE.UU. que el hombre de prensa criticará.  En estas películas, incluyendo Poder y traición, siempre sentimos que algo va a ocurrir, que los rumbos que toman las acciones no son definitivas. Y en las tres hay un conflicto visible para la sociedad, todos conocen a estos personajes, por eso, lo que ganan o pierdan está condicionado por su posición como figuras públicas y líderes de opinión. Asimismo, sumando a Stephen Meyers, los personajes principales de las películas poseen una actitud inicial, algo que se consolida al final del filme. Poder y traición inicia con una palabras en off de Stephen donde nos relata en lo que cree, luego nos damos cuenta de que su posición aún no es preponderante, pero al final de la historia obtiene la relevancia que reclamaba desde un inicio.

Políticos en tensión

El trabajo de construcción de personajes es destacable. Todos están bien interpretados, no hay ningún caso que incomode o indigne al espectador por la forma en que se mueve. Ryan Gosling es el protagonista, pero George Clooney es casi su complemento. El personaje que interpreta confía plenamente en las decisiones de sus líderes de campaña, pero tiene muy claro cuál es el norte que debe poseer su equipo, es decir, sus convicciones no están supeditadas a la voluntad de la estrategia de campaña, es al revés. El gobernador Morris es un líder, nadie lo puede negar y, como tal, confía en sus mejores hombres, pero dará un paso en falso que lo humanizará como personaje. Morris comete un error imperdonable en política: manchar su imagen pública al acostarse con una trabajadora de su campaña, Molly Stearms (Evan Rachael Wood), la misma que tendrá una aventura sexual con Stephen. Este tratará de borrar toda huella de culpa de Morris para no desprestigiar la campaña, pero cuando Paul lo deje fuera por traidor usará lo que sabe para no perder lo único que le importa en la vida. Stephen le dirá a Duffy, luego de que este no le permita trabajar con él: “la política es mi vida”. 



Una historia tensa, por el encuentro de intereses, tiene que tener bien marcadas las reglas de juego y claramente definido el espacio del conflicto. Las elecciones imponen una regla importante en la campaña: puedes mentir, engañar y atacar, pero no puedes destruir tu imagen pública. Clooney nos muestra las frágiles bases sobre la que se construye una personalidad que pretende liderar un país, un hombre chantajeado por un error que le puede costar las elecciones. Por otro lado, las fuerzas en tensión son varias y en ellas radica la atmósfera de intriga que envuelve al filme. Luego de la escena inicial donde aparece Stephen, generando que el espectador piense que él es algo más que un asesor de campaña, lo siguiente es un debate entre Pullman y Morris. El resultado es un inicio que nos introduce de inmediato en la historia, marca un ritmo positivo para la naturaleza de la película y para las sensaciones que va provocando. También queda clara la importancia de la visibilidad o imagen pública de los contrincantes, de esta manera, el espectador intuye que lo importante no es lo que se ve, sino lo que se oculta. Y en este contexto aparece la prensa como una organización ávida de material para publicar. Clooney construye una prensa a la que no le importa el rumbo del país ya que concibe todo el juego electoral como una disputa de intereses individuales.

La primera conversación entre Stephen y la periodista Ida Horowicz (Mariza Tomei) pone en tensión al realismo tendencioso de los periodistas y al idealismo hipócrita de los políticos. Por eso, este tira y afloja entre la prensa y la política significa la explotación de todos los recursos que la historia le brinda a Clooney. No olvidemos que es la prensa quien muestra una imagen particular de todos los hombres públicos. De esta manera, queda fuertemente cohesionada la relación entre políticos, prensa y sociedad civil, una relación estimulada por las ansias del poder para gobernar un país. Por eso, la elección de representar de forma decidida a los hombres de prensa y política se condice con el nulo desarrollo de los hombres de a pie. La sociedad civil es un espectador pasivo y manipulable. La mayor prueba de ello se produce cuando vemos cómo Franklin Thompson maneja a su antojo los votos de los delegados que están con él, los manipula de acuerdo a sus intereses personales pues desea tener un puesto importante en el futuro gobierno.

Observación adecuada

La película posee una buena organización de momentos fuertes, no hay un abuso de los cambios repentinos. Son tres las escenas decisivas: Duffy le propone a Stephen traicionar a Paul para trabajar con él, Stephen descubre que Molly quedó embarazada de Morris producto de un affaire y Stephen decide manipular a Morris con todo lo que sabe. Las escenas están bien dispuestas, tienen una diferencia temporal adecuada en su aparición, es decir, el ritmo es parejo y adecuado para el espectador. Por otro lado, el trabajo de la simbología es sumamente importante para mostrar la relevancia de los personajes y lo que cada uno representa. En un contexto donde la imagen pública es fundamental, la decisión de mostrar y ocultar ciertas cosas debe ser adecuada para producir el efecto buscado. En ese sentido, la dirección de fotografía y la composición de la banda sonora ayudan mucho.



En todas las escenas donde se muestra a George Clooney hablando en público se ha cuidado bien qué privilegia la cámara. La ubicación, su disposición corporal, la entonación de las palabras y los juegos verbales que manifiesta terminan por adecuarse al hombre de política que representa en la película. Hay que señalar también que la dirección de fotografía aporta mucho en complejizar las ideas que el filme propone. Por ejemplo, cuando Stephen le confiesa a Paul la conversación que tuvo con Duffy el telón de fondo es una bandera de los EE. UU., lo que sugiere cuáles son las bases sobre las que se construye un país como ese. Luego de que termina este diálogo, cuando un Paul muy indignado y desconcertado se retira, la imagen que queda es casi perfecta: Stephen es una sombra pensativa y solitaria, casi insignificante, que se contrasta con la relevancia de la disputa de la conducción de un país tan importante como EE.UU. Por otro lado, la banda sonora se ha preocupado en representar la fuerza de las decisiones de Stephen; recordemos esas escenas donde él camina solo bajo un marco musical que estimula el poder de su disposición o la convicción de sus pasos.

Saber es poder

La madurez que va adquiriendo George Clooney con cada nuevo proyecto es positiva. El tema de las elecciones no es fácil ya que están involucrados muchos elementos. Por eso, la decisión de enfocar la película en un punto, en la destrucción de la lealtad y la manipulación de la información, habla de la agudeza de Clooney para percatarse de lo fundamental y controversial de la historia elegida. Asimismo, hay que ver Poder y traición porque tiene un objetivo claro, unas ideas argumentales coherentes, interpretaciones adecuadas y desencuentros estimulantes para el espectador. Finalmente, esta película sugiere la idea balzaciana de que “todo poder es una conspiración permanente”, así como enfatiza mucho el hecho de que la posesión de la información es un arma muy poderosa, es decir, parafraseando a Séneca, Stephen Meyers es “aquel que tiene un gran poder y que sabe usarlo livianamente”.



lunes, 11 de junio de 2012

IZQUIERDAS PERUANAS Y RENOVACIÓN DOCTRINAL. Notas para una lectura crítica de la obra de José Carlos Mariátegui en clave postestructuralista (2da parte).





Por: Jorge Luis Duárez Mendoza

En un post anterior, publicado el 21 de mayo, propusimos una relectura crítica de la obra de Mariátegui, a partir de los aportes del llamado postestructuralismo sobre la cuestión del sujeto político y el problema de la universalidad. Planteé también una concepción del Amauta como un marxista “hereje”, lejos de todo determinismo. En este nuevo post continuamos con dicho objetivo, incluyendo los argumentos de dos autores posestructuralistas, como lo son Laclau y Mouffe.

Repensando la identidad y la universalidad en la obra de Mariátegui

Para autores postestructuralistas como Laclau y Mouffe las identidades de los sujetos políticos son siempre diferenciales. Por tal motivo, la identidad de los sujetos políticos no es asumida como un dato dado a priori. Todo lo contrario, la definición de las identidades políticas se produce –y reproduce- en la propia experiencia de lo social, marcada por la integración y el antagonismo.  Esto tiene consecuencias en la centralidad que a priori se le da a la identidad clasista dentro de la tradición marxista, de la que Mariátegui no escapó.

Laclau y Mouffe sostienen también que las identidades son siempre precarias, ya que existe una brecha entre identidad e identificación imposible de ser superada. Las identidades políticas se definen no por su plena realización en la experiencia social, sino por su experiencia de falta o ausencia de realización. Acá entra a actuar la noción de sutura, que supone que la identidad se define por la brecha entre el sujeto y el Otro del mundo simbólico.  La sutura se manifiesta no solo por la falta que experimenta el sujeto para la realización de su identidad, sino también en su disposición para la búsqueda de un cierre. Esta brecha entre identidad e identificación del sujeto es lo que permite la praxis política, pues al reconocer la apertura de lo social –su no realización- es que es posible la redefinición de un orden determinado.

Ahora bien, si lo social también está caracterizado por su apertura, es decir, por la ausencia de un fundamento último que determine su organicidad ¿cómo es posible pensar la universalidad? ¿Cómo es posible una noción de totalidad de lo social? Para Laclau y Mouffe esta indeterminación es el campo de la hegemonía. Desde esta perspectiva la hegemonía supone que “una fuerza particular asume la representación de una totalidad que es radicalmente inconmensurable con ella”.  Esta representación se hace posible a partir de la lógica de equivalencias que se genera entre las diferentes demandas no resueltas por el Estado. Así, los sujetos demandantes descubren que tienen “algo en común”, lo cual no es otra cosa que un otro (el capitalismo, la oligarquía, el neoliberalismo, etc.) que les impide la realización de sus objetivos. A partir de la definición de una frontera política –nosotros/ellos- esta lógica de equivalencias redefine las identidades de los sujetos involucrados, generando una identidad compartida que no subsume su particularidad. La “regularidad en la dispersión” que se logra con la lógica de equivalencias supone a su vez la acción de puntos nodales, la cual permite fijar parcialmente ciertos sentidos socialmente compartidos. Los puntos nodales posibilitan la articulación de diferentes sujetos debido a su indefinición con ciertos significantes. Términos como libertad, igualdad, inclusión, revolución, entre otros, al convertirse en significantes vacíos, -es decir, en significantes sin significado- permiten aglutinar diversas demandas sociales a partir de un objetivo compartido.

Los planteamientos hasta ahora mencionados cuestionan la forma en que Mariátegui asoció la lucha de clases y su centralidad en la organización de lo social y abren nuevas perspectivas para las disputas políticas. ¿Qué agentes identifican las izquierdas como potenciales articuladores de las disputas políticas populares en el Perú contemporáneo?  ¿Qué estrategias interpeladoras podrían asumir para articular las diferentes demandas sociales del país y disputarle el poder al neoliberalismo? Continuaremos con estas reflexiones en un siguiente y último post.






Nota: La primera parte de este artículo pueden leerla aquí







miércoles, 6 de junio de 2012

Nos hemos quedado solos. Adiós al Chorrillano Palacios




Por: Rómulo Torre Toro 



1.

Estábamos en el estadio Nacional, viéndolo jugar por última vez. Tomaba la pelota, tocaba rápido, armaba paredes, la perdía y la recuperaba, se movía por toda la cancha como si de ese partido dependiera un título o una clasificación. Parecía más joven que nunca y también más feliz. Pero hay veces en que la alegría es tan grande que se transforma en tristeza y entonces se empieza a llorar. La gente empezó a corear su nombre y él sonreía. La gente aplaudía cada uno de sus pases y remates al arco y él sonreía. Siempre será el Chorri, dijo mi hermano, siempre tendremos en la memoria sus goles y los gritos que arrancaron. Lo miré y estaba emocionado. En verdad estaba emocionado. Le pregunté qué goles recordaba. Me dijo que dos: el empate con Bolivia en la Copa América del 2004 y el último gol de Cristal, en el Cusco, en el empate a cinco goles con Cienciano. En ese momento empezaron las olas y vimos cómo las tribunas parecían moverse progresivamente hasta llegar a nosotros. Pensé en lo que sentí luego de esos dos partidos, en el furor muy parecido al que se experimenta cuando se ha  ganado algo. Pensé, finalmente, en que esos dos goles tienen en común el habernos salvado de la desgracia.

-No entiendo cómo nunca llegó a Europa- dijo mi hermano.

Tiene quince años y lo que ha visto es solo el residuo de lo que dio en los noventa. Una década, además, en la que todo era mucho más difícil de lo que parece ahora. Sin embargo, soy honesto cuando le digo que yo tampoco lo entiendo.  El partido continúa y vemos cómo Montero, el defensor uruguayo, no puede contener el desborde de Palacios y, mucho menos, su remate que roza uno de los parantes. El estadio lanza un “uf”, el típico casi casi, al unísono. Después, De Boer lo agarra por la cabeza y le da una palmadita en la espalda, con cariño. El Chorri levanta los brazos a la tribuna y todos coreamos su nombre. No, no se va. Todavía no.

2.

Dos frases, me dice César, dos frases marcan lo que es el Chorri. Estamos a unos días del partido de despedida y ha llegado Zamorano, luego el pibe Valderrama que, antes de decir cualquier cosa, afirma que de niño admiraba a Cueto. Si es cierto o no, eso no importa, ya quedó para la anécdota. Dos frases, me dice César.

Partido contra Colombia en Barranquilla, Palacios penetra al área, tiene un defensa delante al  que quiere eludir, pero termina picando demasiado el balón que se pierde fuera, al saque de arco. Perú ganaba uno a cero. Una cámara estaba a nivel de cancha, justo delante del atacante peruano. Guiña un ojo, grita.

-Para ti, Perú.

César me dice que los recuerdos que guarda del Chorri son buenos y malos, que los primeros corresponden a la selección que vio cuando era niño, mientras que los segundos son los de su juventud desengañada. Eso dice: desengañada. Aquí no hay inventos, César es un tipo que sabe ponerle nombre a las cosas. Dice, también, que esa es la frase que resume lo que fue esa selección, la del 96-97, en esa Eliminatoria que lo hizo llorar. Ese equipo era justamente eso, un equipo. No era un grupo de desconocidos que se encuentran una vez cada dos meses para jugar dos fechas y, luego, los relegan al olvido. Entre Palacios, Solano, Soto y Maestri, es decir el Cristal de los noventa, armaban las jugadas, porque sabían de memoria dónde estaban o dónde lanzar el pase. No había grandes estrellas, nadie jugaba en Europa, pero la entrega era total.

-¿Y qué gol es el inolvidable?- pregunto.

Necesitábamos ganar ese partido para subir más en la tabla y alejarnos de Chile que había perdido un día antes, o unas horas antes, no recuerdo bien. Era un partido decisivo, nos daba mayor chance, nos daba ventaja, sobre todo eso, ventaja, dice César. Porque el siguiente partido era justamente contra los chilenos y qué mejor que llegar con tres puntos arriba para mirarlos con confianza. Con superioridad. Pero casi siempre ocurre que, cuantas más expectativas tenemos, sufrimos más de la cuenta. Ese partido contra Uruguay en Lima fue el más épico que le tocó ver a toda una generación.

Perú iba uno a cero abajo, segundo tiempo, Palacios recibe un pase, elude a un defensor uruguayo y, antes de que llegue el segundo, cruza el balón con un potente remate que se cuela por un ángulo, ahí donde las arañas tejen su red, ahí la clavó y el estadio casi se vino abajo. Qué importa si jugábamos bien o mal, en ese instante él y su genialidad hicieron todo. Es muy difícil escuchar el silencio, pero cuando ese balón salió disparado hacia el arco, cuando ingresaba y acariciaba las redes, pudimos hacerlo. Escuchamos el silencio.

3.

Hasta aquí dos cosas: parece que aquello que nos marca de niños no podemos olvidarlo nunca, primero. Entre esos recuerdos imborrables siempre hay uno que destaca y en ése hay alguien, un protagonista que es nuestro ídolo, un tipo infalible que, creemos, nunca nos decepcionará. Eso es lo segundo.

4.

Días después del partido en el Nacional, le mando un mail a Jack preguntándole qué imagen tiene de Palacios.

Cuando el Chorri debutó yo tenía ocho años y, por eso, de la primera parte de su carrera en Cristal solo recuerdo las dos últimas temporadas, escribe.

Qué recuerdas de esas dos temporadas, le pregunto.

Dos cosas. Un gol que le hizo al Sao Paulo, en Brasil, en la Copa Conmebol del 94: arrancó de la media cancha, se sacó a tres y colgó a Rogerio Ceni. La otra, su último partido en el San Martín antes de irse al Puebla de México el 95 (pase que fue el más caro en la historia del fútbol peruano hasta ese entonces). Yo estaba en Oriente y el Chorri era paseado en hombros alrededor de la cancha.

Es la primera parte de su carrera, cuando tiene mucho que dar, cuando es la figura central de ese Cristal y de esa selección, pero luego es totalmente distinto, le digo. El Chorri en la última década es un fantasma, una mala copia de sí mismo y, me parece que, además, es el gran obstáculo de Cristal para salir del atolladero en que se metió.

Nada de eso. No es un secreto que cuando el fútbol extranjero devolvió al Chorri al Perú éste ya había dado lo mejor que tenía. Sin embargo, para mí siguió siendo un lujo verlo con la celeste, diez años después, con las mismas ganas de siempre. Con las mismas ganas de siempre. De ese  segundo paso por Cristal, que tengo mucho más fresco y nítido en mi memoria, me han quedado también dos tardes imborrables. La primera, es del año 2008. Un U-Cristal en el Monumental. El Chorri, desde el vértice del área grande, y de zurda, dejó parado a Fernández, el arquerito crema. Fue el 2-1 definitivo a nuestro favor y fue el último gran gol de su carrera. El otro partido fue cinco años antes, también en el Monumental. La semana previa Cristal había perdido a cinco jugadores, entre ellos a Jorge Soto, entonces Cristal tuvo que jugar el partido con muchos juveniles. El primer tiempo terminó 3-1 para la U. Al final del partido, Cristal ganó 4-3. El Chorri no anotó pero se puso al equipo al hombro y empujó a los chibolos para adelante. El Chorri y diez más, esa tarde, silenciaron al noventa por ciento del estadio, unos cuarenta mil hinchas de la U que, como siempre, abandonaban a su equipo antes del pitazo final. Desde los palcos de Sur, los siempre impotentes perdedores cremas no atinaban más que a tirar cubos de hielo o cerveza al Extremo que celebraba el triunfo. El Chorri con la Celeste encima, fue capaz de generar todo eso.

Jack se emociona y lo imagino con la Celeste puesta, cantando a toda voz y agitando los brazos. Lo imagino viviendo todo lo que me cuenta. Para Jack, el Chorri es el símbolo de un equipo, su marca registrada.

Para mí, la imagen del Chorri siempre tendrá la Celeste encima. Porque Alianza lo quiso y le ofreció mucho más dinero y más de una vez, pero nunca se vendió ni a ese ni a otro club peruano. ¿Qué jugador de su generación puede decir lo mismo?

Nadie, Jack.




5.

Debemos agregar algunas cosas, por lo menos desde mi perspectiva. Cuando Cristal la pasaba mal, llegó el Chorri. Regresó, mejor dicho. Muchos de los hinchas creímos entonces que su vuelta aseguraba la recuperación del equipo y una campaña, al año siguiente, que nos llevara a ganar el Descentralizado y, posteriormente, participar en una Libertadores en la que fuéramos protagonistas. Todo se resume en eso: recobrar protagonismo. Los hinchas tomábamos el pasado y lo proyectábamos al presente con la ilusión de ver una nueva edad de oro, no con una generación diferente, sino con una vieja estrella que, pensábamos, conservaba su talento y su fuerza.

Nada más equivocado, nunca tan lejos de la realidad. El Chorri puso el pecho, sí, pero no jugó como queríamos, no consiguió los títulos que soñábamos, no hizo tantos golazos como hubiéramos deseado. Tampoco tenía por qué hacerlo. Ya había entregado lo mejor que tenía en su momento y ahora solo era una presencia que inspiraba respeto. O, en todo caso, nos salvaba del desastre. Cuando Cristal estuvo a un paso del descenso, el que ponía la fuerza, el que daba la cara frente a las críticas y salía a declarar, era él. Cuando ya nadie creía en el equipo, Palacios pedía aliento y entonces la hinchada respondía yendo al estadio y cantando y llorando en el San Martín. De alguna manera verlo en la cancha daba la esperanza de que nada malo podría suceder.

El Chorri envejeció con Cristal y eso no se olvida. No puede olvidarse.

6.

La segunda frase, dice César, es de hace poco. En verdad es de las últimas Eliminatorias, después de un partido que ganamos cuando ya todo estaba perdido, un partido que no importaba porque nada estaba en juego. Quizá el honor, pero esas son tonterías.

Chemo del Solar dejó de convocar a los jugadores más importantes de la selección luego del caso Golf Los incas, el 2008, los jugadores que todo el mundo consideraba imprescindibles para alcanzar una clasificación. Comprobada su culpa, decidió no llamarlos más y armar el equipo con otra gente, con jugadores más jóvenes y, por supuesto, con reciclados. Entre estos últimos estaba el Chorri.

Durante toda la campaña, dice César, trató de hacer lo que siempre hizo en la selección: jugar con toques cortos y rápidos, apilar rivales en base a su velocidad, rematar de larga distancia. Pero el cuerpo no le daba. Los defensores contrarios ni se despeinaban con él, y sus pases, en la mayoría de casos, eran predecibles e interceptados. El tiempo le pasó la factura. Por mucho que lo intentó, nada fue como antes, así que su imagen se diluyó paulatinamente para, al final, perderse como uno más entre los demás jugadores. Si figuraba o no en el once titular era ya una cuestión poco importante. A pesar de todo, su corazón no acusó el golpe. Por más obstáculos que le pusiera su propio cuerpo, el Chorri peleaba todas las pelotas y de vez en cuando organizaba al equipo y construía jugadas como antes, como hacía más de diez años.

Así llegó el partido con Uruguay en Lima. Por un lado, una selección humillada, goleada, que revivía los peores tiempos de su historia y que parecía (todavía hoy lo parece) condenada a no clasificar jamás. Por otro, una selección necesitada de tres puntos que le permitieran alcanzar el cuarto lugar, clasificar directamente a Sudáfrica y respirar tranquila. Es decir, dos panoramas opuestos. Cuando todo indicaba, por lo tanto, que Uruguay ganaría, Palacios cobró un tiro de esquina y le metió un pase preciso a Vargas, quien remató al arco sin fortuna, porque la pelota rebotó en alguien, en una cara uruguaya, y volvió a sus pies como pidiendo una nueva oportunidad para hacernos felices. Vargas entonces remató de nuevo, desviado, pero esta vez la pelota buscó caer en el lugar correcto, al jugador correcto, Rengifo quedó mano a mano con el portero, solo, en medio de un mar de gente que contuvo la respiración y, por fin, pudo explotar de rabia, de alegría, de consuelo. Gol.

Minutos después, dice César, Godín le comete una falta al Chorri. No se conforma con mandarlo al suelo, sino que además quiere pisarlo. Pasarle por encima. Enrostrarle que no era nadie, demostrarle que no era más que un bicho miserable. Pero ya el daño estaba hecho: ganamos ese partido que no valía nada y le complicamos la vida a un Uruguay que, luego de unos meses jugaría el repechaje y clasificaría al Mundial. Nada determinante: así parece ser todas las cosas que hacemos, incluso cuando queremos hacer daño. Quedamos fuera, en un estadio que se iba quedando vacío, en silencio, sin gloria y más pena, mientras en la cancha los periodistas corrían en una misma dirección, como hormigas listas para devorar la presa muerta:

-Chorri, la camiseta que más quieres, tal vez- pregunta un reportero, enseñándole la camiseta peruana.

-La que más amo, viejo, la que más amo.

Me quedo con esa segunda frase, dice César.

7.

Un tercer punto a tener en consideración: ante el horror del presente, el pasado vuelve idealizado en la forma, entre otras, de un jugador de fútbol.


8.

La sonrisa que tenía se fue modificando. La alegría de jugar iba desapareciendo a medida que el minuto noventa se acercaba, y el pitazo del árbitro no sería solo el fin del partido, sino el final de su carrera. Acabar el partido sería el inicio de una vida sin fútbol. Sin hinchas. Sin goles. Sin voces que coreen su nombre. Entonces empezó a llorar. Estábamos en el Estadio Nacional, viéndolo dejar de jugar. Nos paramos y aplaudimos sin cansarnos. Palacios alzó los brazos, besó sus manos y las volvió a levantar en dirección al público. Se fue entre aplausos y un no se va que significaba que nos habíamos quedado solos. Ya no habrá quién nos salve de la desgracia. El fracaso ya no tendrá quién lo aguante.