miércoles, 17 de agosto de 2011

Amigos



Por: Jesús Jara[1]
Sección Narrativa

Sin explicación alguna, Susan dejó las cartas sobre la mesa e intentó besarme. Viéndola acercar su rostro al mío, me puse de pie y la increpé. Pero cuál es el problema, preguntó. Yo cogí mi casaca de la silla y salí de su departamento. En el ascensor, la sensación de lástima por perder otra buena amistad.

A veces me dicen que hago mal en accionar como comúnmente lo hago. Pero qué pueden saber ellos. Sus intromisiones  solo son frases que ellos mismos desearían escuchar y realizar y que, al no conseguir lo que estúpidamente se proponen, te palmean el hombro, te miran directamente a los ojos y te dicen escucha este consejo.

-No, no tengo celular.
-¿Correo?
-Tampoco. Solo uso la computadora para escribir.
-¿Puedo visitarte?
-El trabajo hace que esté todo el día afuera.
-¿Podemos encontrarnos en un lugar, entonces?
-No creo, mi horario es bien complicado.
-Bueno, está bien. Otro día hablamos.
-Está bien.

Ese día, en que creyó verla entre ese gentío, quiso acercarse y preguntarle cómo se encontraba después de tanto tiempo. Y a punto estaba, cuando la chica dio vuelta y mostró completamente su rostro. No. No era ella. Inmediatamente, se preguntó: ¿Esto es algo malo o bueno?


No sé por qué, a veces, acepto salir con mujeres que no me interesan. La misma rutina conversacional que carece de sentido. El sexo, ilusorio refugio. No, no puedo estar contigo, Alexandra. ¿Hay otra mujer?, pregunta con unas lágrimas que caen. No hay ninguna mujer. ¿Entonces? Pues eso mismo, no hay ninguna mujer. No te preocupes, yo pago la cena. Nos vemos mañana en el trabajo.


De Argentina, ha llegado Pamela. Días antes se había contactado conmigo para preguntarme si podría quedarse a vivir en mi departamento. Ninguno de sus amigos, a excepción de mí, contaba con la independencia temprana que yo tenía. Solo serán unos días, y esperando que fuese así, está bien, puedes quedarte aquí. Solo te pido que me traigas algún recuerdo. Luego, ella colgó el teléfono y yo empecé a arreglar el desorden de los diferentes cuartos.


Tomo un taxi. Directo al aeropuerto. Le pido al chofer que apague el radio y miro las calles de noche a través de la ventana. Las gotas de la llovizna se estrellan contra la luna. Me pregunto cuándo empieza, verdaderamente, la vida de un hombre. ¿Cuál es ese inicio? No me pregunto por el final, porque sé que esto lo más seguro.


Lo que más recuerda: esa, su sonrisa. No la hora ni nada de lo que pudo haber alrededor de ellos. Solo esa sonrisa. Al despertar, descubre que la habitación aún continua oscura, salvo por la tenue luz que llega de algún alumbrado eléctrico. A pesar de la hora -¿tres, cuatro de la madrugada?- algunos autos pasan raudamente. A su diestra, Jesica duerme tranquila sobre la almohada. No desea molestarla. Al voltear la mirada, ella va alejándose. Abre la puerta –ahora se cierra- y desaparece por el corredor. Él se pone de pie, y al abrir la puerta, despierta otra vez. Ahí está Jesica que todavía duerme a su costado, esta vez con la cabeza recostada sobre su pecho.


Los días pasan normales. Pamela está muy hermosa, no puedo negarlo. Dejó de tener el cabello lacio oscuro para tener uno castaño y ondulado. Su figura presenta más curvas que linealidades. Todos los días, ella prepara el desayuno. Me despierta del mueble y yo la veo con ese babydoll crema. No revelo mi sorpresa, acaso para ella esto le resultase común y, para mí, también tenía que ser igual. Además, no recuerdo atracción alguna por parte de los dos en nuestros tiempos juveniles. Mientras la veo hacer, sus largas piernas parecen brillar. Todos los días sucede lo mismo.


En el trabajo, no sé cómo, se han enterado que vivo con Pamela. Algunos empiezan a joder con sus preguntas; otros se muestran reacios a creerlo, ya que cómo este pata solitario, casi autista, puede estar conviviendo con una mujer tan terriblemente bella. Imposible. En el descanso, ahora, Alexandra se acerca casi llorando.

-¿Es verdad?
-¿Qué es verdad?
-Lo que dicen.
-Ah, eso.
-Dime, ¿es cierto o no?
-Sí, sí lo es.
-Me habías dicho que no tenías otra mujer.
-Y así es.
-¿Entonces?
-Escúchame, Alexandra, en verdad escúchame…
-Es que…
-Es que nada. No jodas más. No sé por qué te empecinas en seguirme cuando nunca te he dado cabida.

Y empieza a llorar otra vez, otra vez más. La miro con desprecio. Vuelvo al trabajo.


-El problema con las personas es que creen necesitar de alguien. No importa el rostro, el nombre. Gran parte de su vida consiste en encontrar a esa falsa persona, a esa falsa compañía.
-¿Y tú no?
-Claro que no. Rendir explicaciones a alguien, justificar mis estupideces, no, no lo necesito. Prefiero ser el mismo despreocupado de siempre.
-¿Y la flaca con la que vives?
-¿Qué pasa? ¿Quieres que te la presente?
-Sabes a lo que me refiero, huevón.
-Es perfecta y todo, pero no pasa nada.
-¿Y por qué no?
-¿Y por qué tiene que pasar algo?


La volvió a llamar, a pesar de que ella le había casi ordenado, que no lo volviera a hacer, que no la volviera a buscar, que el voltear la página debía ser compartido quiera o no. Pero marcó el mismo número y creyó escuchar otra voz, una más lejana, nada idéntica. ¿Aló? ¿Aló? ¿Quién habla?... Yo, yo, te llama… ¡Carajo! ¿Otra vez? ¡Ya te he dicho! ¡No me vuelvas a llamar! –No, no es su voz, no es la misma que se dirigía a mí- ¿Acaso no entiendes? Ya tengo otra vida. ¿Tan mierda es la tuya para que molestes a cada rato? No te he llamado para intentar volver. ¿Entonces? Solo para escucharte. ¿¡Ah!? ¿Estás loco? –Definitivamente no es su voz- Creo que sí. No vuelvas a joder más, ¿quieres? ¡Adiós! Y como leí en un cuento una vez, ¡qué horrible es que te cuelguen el teléfono cuando uno espera algo más de otra persona!


Con el día de hoy serían casi tres semanas. La frase de Pamela me sorprendió. Ella había regresado de una fiesta con sus amigas y el tufo que expedía hacía confirmar que la había pasado bien. ¿A dónde fueron? Un rato a Barranco. ¿Un rato? Sí, un rato. Estuvimos con un grupo de chicos que conocimos en uno de los bares y simpatizamos de lo más bien. Uno de ellos me pareció tremendamente guapo. Me invitó a su departamento y ahí estuvimos –Con su caminar zigzagueante, logra sentarse a mi lado en el sofá- tomando y tomando. El muy boludo tomaba y tomaba como loco. Para el que no sabe tomar, y quiere tirar, pues que no tome y punto, que empiece a desnudar a la mujer que tiene y ya, todo es más fácil. Pero este tarado seguía en lo mismo. Cuando creyó estar listo, se acerca a mí y empezamos con los tocamientos. Quería que me lo hiciera ya, ¡ya!, pero su erección duró apenas unos minutos. Ni siquiera nos habíamos quitado lo que llevábamos puesto. Luego, todo borracho, empieza a disculparse -Se quita los tacos, su blusa y se recuesta en mi hombro-. ¡Empieza a llorar! ¡A llorar! –Se ríe, de las sonrisas pasa a las carcajadas- Y eso no es nada, el pobre se arrodilla y gateando, quiere llegar a mí para pedirme disculpas. Lo dejé ahí, ¡qué patético! Vuelvo al Perú y al primer hombre que quiero que me encame, sucede todo lo que te he contado. ¡Tremendo quilombo! –Pasa su cabeza por mi rostro, sus labios rozan mi quijada-. ¿Qué pasa? ¿Por qué te vas? Es que supongo que quieres descansar. Recuéstate ahí, ahora te bajo un cubrecama para el frío. Che, ¿qué pasa? ¿Estás huyendo? No, Pamela. Entonces, vení aquí. Quedate conmigo. Tengo enamorada, Pamela. Jajaja. Vos, sí que estás cagado, ah. En primer lugar, lo que me dices es mentira. Y en segundo lugar, si la tuvieras, ¿te estoy pidiendo que la dejes? –Con cuidado se pone de pie, se quita la minifalda y todo lo que resta-. ¿O venís o voy hacia vos? Tenía el sexo duro. La desnudez de Pamela es sorprendente. Sus pechos formaban esa línea que tienen los buenos pechos. Su vientre, muy marcado, me invitaba a ella-. ¿Ya? ¿No te atraigo? ¿Quieres otra cosa? -Se da vuelta y, apoyándose del mueble, se inclina ofreciéndome su culo en un casi perfecto ángulo de noventa grados-. ¿No te gusta? Veo cómo introduce los dedos, cómo luego de humedecerlos con su boca, vuelve a introducirlos. Veo cómo se da fuertes palmadas en sus nalgas. Veo cómo aprieta sus senos. Cómo llama con diferentes tonalidades sensuales mi nombre. La veo. Doy el primer paso y camino. Ella dibuja por fin una sonrisa excitada que rápidamente troca en una de desprecio. ¿Te vas? Puta, huevón, ¡no puedo creerlo! ¡No puedo creerlo! Vuelvo mañana, Pamela. Nos vemos. Y cierro la puerta.


-¿Qué haces aquí?
-¿Puedo pasar?
La voz cansada de Miguel recién parecía despertar. No lo culpo. Lo único que se puede oír son las onomatopeyas de la noche.
-¿Qué pasó? ¿Están tirando en tu cama?
-Ya, huevón, déjame entrar que me cago de frío.
Nos sentamos en el living de su departamento. Saco una botella de pisco y empezamos a beber. Vaso tras vaso, el sueño nos vence.
-O sea que te fugaste. ¡Qué cagón, ah!
-No sé lo que me pasa, causa. En verdad no lo sé.
-Pareces peor que virgen. ¿Acaso ya no has tirado? No creo conversar con un pata que se siga masturbando.
-Hasta me da vergüenza volver a mi depa.
-Si quieres voy y me quedo yo a vivir ahí. Con ese mujerón que tienes ahí uno no debe tener verga para no hacer nada.


No volví a mi departamento hasta el domingo en la noche. Me quedé en un viejo hotel del centro. Cuando ingresé, el lugar estaba vacío. No había rastro de Pamela, salvo su cepillo de dientes olvidado en el baño. Podía sentir su olor, ese perfume que la caracterizaría siempre a partir de ahora. No, no había nada más de ella. Lo único que hice fue dormir y dormir. Mañana la misma jodida costumbre de levantarse temprano para formar parte de ese cúmulo que cree que rompiéndose el cuerpo, logrará buenos resultados a futuro. Renunciaré mañana mismo y punto.


Luego de su nuevo rechazo –y esta vez definitivo tanto para ella como para mí-, tuve que aprovechar el tiempo que me quedaba –y de sobra- en algo productivo. No me hundiría nuevamente en ese harto conocido pozo de lamentos y de mentiras. Basta de leer y leer, y a escribir. Me puse a pensar en qué, y pensé que en el mundo de las amistades siempre afloraría algo por más minúsculo que esto sea.



[1] Jesús Jara ha publicado el libro de cuentos Amor a quemarropa. Lima, Editorial Casatomada, 2009.

martes, 2 de agosto de 2011

Dígame usted, señor periodista


Sobre el manejo de información y el modo de informar

Por: Rómulo Torre Toro
El 28 de julio no trajo solamente las novedades del mensaje de Humala y la lamentable actuación de Martha Chávez, no solamente la expulsión de Carlos Bruce de Perú Posible y la juramentación de los nuevos ministros. Uno de los invitados a la transmisión de mando vino con cola.  Una cola que generó la airada reacción del diario Correo y una nota preocupada en la revista “Domingo” del diario La República. Rafael Correa llegó a Lima y, con él, el problema de la prensa y la libertad de expresión.
El problema, todos lo saben, no es una novedad y mucho menos exclusivo del Ecuador. Es un problema que afecta a todas las sociedades en el mundo y que está ligado a las relaciones de poder que pugnan dentro de ellas. El asunto es que en Ecuador se ha tomado ya una decisión al respecto: el juicio. Correa ha optado por demandar al diario más importante del país norteño, exigirle una reparación de ochenta mil dólares y cerrarles la boca por lo que él llama difamación y mal uso de la libertad de expresión. Podemos criticar esta posición y tildarla de autoritaria, rasgarnos las vestiduras y clamar justicia, y hasta graficar nuestra indignación como lo hizo el impresentable Aldo Mariátegui en el diario que dirige. Podemos o no criticar a Correa, pero las cosas están planteadas: ¿qué sucede con la prensa?
O mejor: ¿qué hacer con la prensa?
Para responder a la primera pregunta, es necesario recordar el papel que ha jugado en los últimos años en la formación de una corriente de opinión pública en la sociedad peruana. Un papel que ha estado marcado por aquello que Terry Eagleton llamó la “política del olvido”: hacernos creer que el mundo en que vivimos no tiene pasado ni historia, que carece de fundamentos que lo sostengan y que existe una sola manera de explicarlo. Esto lo vemos muy claramente, por ejemplo, cuando periodistas como Jaime de Althaus o Raúl Vargas “analizan” las noticias. Pensemos por un momento en la masacre de Bagua. Ninguno de los señores mencionados dijo en sus sesudos análisis que sucesos como ése se repiten en nuestro país tan seguido como las novelas de Televisa. Ambos se preocuparon más en demostrar su horror frente a la barbarie, en exigir justicia para las víctimas policiales y en condenar a los pobladores amazónicos. Nadie dijo por qué se produjo el conflicto y, si lo hicieron, fue para reafirmar la conducta irracional de los protestantes y respaldar la postura del Gobierno.
La prensa tiene como pilar de su discurso y de su derecho a la libre expresión, un principio que destaca a cada momento como prueba de su valor: la objetividad. “Panorama”, el programa periodístico más objetivo y veraz. “Cuarto poder”, el poder de la gente. “Sin medias tintas”, la palabra de Dios como garantía. La objetividad de la prensa nos indica a nosotros, los televidentes–oyentes–lectores, que la información que recibimos es tal cual sucedió, que no ha sido recortada o manipulada y, por lo tanto, estamos viendo versiones íntegras de las noticias, versiones que reproducen todo con exactitud o rigurosidad. Nada más falso. El simple hecho de editar la noticia indica que hay algo que se oculta y algo que se exhibe. Y este procedimiento responde a alguna razón que puede ser desde ideológica hasta práctica –en el sentido más acomodaticio de la palabra–: cómo representar el Perú para la gente, qué imagen brindar de nuestro pasado, de nuestro presente y de nuestro futuro a las capas medias y populares. De este modo, se genera una corriente de opinión que se dirige hacia un punto específico, hacia un proyecto de país. Pero, sobre todo, tiene el efecto de generar un modo de razonamiento político, histórico y cultural en los ciudadanos.
Ahí está lo que más nos preocupa.
Porque al saber que estamos a merced de la voluntad y conciencia de Aldo Mariátegui o de Juan Paredes Castro, solo podemos esperar ciudadanos que vivan en el fenómeno del momento, en el reggaetón con más flow, en la moda peruana de la gastronomía y de Machu Picchu, en la preocupación por la alteración en el modelo económico y el status de vida. Lo vimos en las elecciones, donde miles de jóvenes nuevos limeños vivían al borde de un colapso nervioso porque creían que les iban a quitar sus blackberry, sus ipod, o, en el mejor de los casos (los más conscientes), temían perder la posibilidad de decir lo que quisieran. Pero no son los únicos. Muchos adultos y jóvenes creen que la Constitución de 1979  fue la responsable del “atraso nacional” y del “autoritarismo” (¿?) cuando, en muchos casos, no saben qué dice realmente dicho documento. Y se aferran a una Constitución que sirvió de marco legal a la dictadura de Fujimori quien, además, la violó sistemáticamente.
De este modo, podemos estar seguros de que la prensa es uno de los mecanismos que se utiliza mejor para mantener el estado de cosas. Crea miedo, incertidumbre y, por efecto casi newtoniano, genera el desprecio por el otro, por aquellos que son o somos distintos. Pareciera que están empeñados en hacer de los televidentes–oyentes–lectores, una masa homogenizada que reaccione contra cualquier intento por cambiar, por mover la más mínima ficha de su sitio. Lamentablemente, les está dando resultado.
Para terminar, nos queda la segunda respuesta pendiente. En verdad, la segunda respuesta es el objetivo de esta columna: quien quiera que diga qué hacer, qué postura tomar, qué regulaciones seguir o qué garantías adicionales otorgar. Porque después de todo, como dijo Alberto Flores Galindo, la cuestión de fondo es qué país se quiere, en qué país queremos vivir.