Por:
Carlos Zambrano Pérez
Hasta hace
unos meses las referencias que tenía de Javier Marías (Madrid, 1951) se
limitaban a algunas entrevistas y conferencias en las que el autor hablaba,
entre otras cosas, de su temprano debut en el género de la novela (publicó por
primera vez a los 19 años) y de cómo su experiencia traduciendo a autores como
Lawrence Sterne o Joseph Conrad fueron fundamentales para su aprendizaje en el
arte de novelar. En una conversación con Manuel Rodríguez Rivero para la
Fundación Juan March, también hablaba de un aspecto que, por lo menos a mí, me
suele interesar en los escritores: su método de trabajo. En la entrevista,
Marías se calificaba, por un lado, como un escritor sin mapa y más bien de
brújula, quería decir con esto que su planificación de una novela no partía de
un esquema más o menos claro, sino de un constante descubrimiento ya sobre la
marcha; lo segundo tenía más bien un carácter ético: consistía en “pechar” lo
ya escrito, es decir no retroceder en la escritura. Así, si se abría un nudo en
la pagina 3, en algún momento este debía solucionarse y no anularse incluso si
perdía relevancia en el transcurso de la historia. “Es que así es la vida, uno
no puede retroceder, tachar lo ya hecho”, decía Marías. Ambos aspectos me
parecieron de una dificultad innecesaria, pero además peculiar, de modo que
tomé nota del autor y lo dejé como pendiente.
Por esa
época, precisamente, revisé algunas listas que colocaban a Marías como uno de
los escritores -junto a Juan José Millas, Enrique Vila Matas o Javier Cercas-
imprescindibles para comprender la Novela española contemporánea. Un grupo de
importantes críticos, por otra parte, han colocado a Corazón tan blanco y Mañana
en la batalla piensa en mí en un listado de las diez mejores novelas en español de los últimos
veinticinco años, compartiendo lugar con La
fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, El
amor en los tiempos del cólera, de García Márquez o Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño. Más razones que
colocaban a Marías como un autor ‘necesario’. A finales del año pasado, ‘Papeles
perdidos’ (blog que a su vez pertenece a la revista Babelia, que a su vez
pertenece al diario El País, que a su vez, y esto solo dicho de paso, comparte
propietario con Alfaguara) publicó un ranking con, a partir de una encuesta a
cincuenta y siete críticos y periodistas, las mejores novelas del 2011 (y esta
vez ya no sólo en español). La sorpresa fue que, una vez más, el nombre de Javier
Marías figuraba en el ranking, esta vez con Los
enamoramientos (Alfaguara), la primera novela escrita después de, en voz de
casi toda la crema y nata cultural española, la colosal “Tu rostro mañana”, de
más de mil quinientas páginas, tres tomos nada más y nada menos.
La novela ocupaba
el primer lugar.
Así dadas
las cosas, había que leer a Marías. Tu
rostro mañana, con sus tres tomos y mil y tantas páginas, me parecía
demasiado extensa como para hacer de carta de presentación, y en lo que
respecta a Corazón tan blanco o Mañana en la batalla, mi lectura habría
estado algo condicionada por los excelentes comentarios que había recibido, así
es que, aprovechando la enorme campaña publicitaria a la que los señores de
Alfaguara nos tienen acostumbrados cuando de sus dinosaurios se trata –que
Marías lo es, como lo son Vargas Llosa y Pérez Reverte- me animé por Los enamoramientos.
Con esta
novela me ha ocurrido algo curioso. No es que sea mala. La novela me parece
medianamente recomendable; sin embargo, colocarla como lo mejor (y la lista no habla de lo más vendido, sino de lo mejor del
2011) me parece –salvo que el año pasado haya sido de vacas flacas, y vacas
flacas apellidadas Franzen, McEwan, Houellebecq
y Roth– de una sobrevaloración que, más que
ingenua, parece sospechosa.
Pero
bueno, aquí mis conclusiones:
La
historia es bastante sencilla. Esta es de esas novelas (a diferencia de lo que
pasaría, por ejemplo, con Doctor
Pasavento, de Vila Matas; o Solar,
de Ian McEwan) que uno las puede contar a un amigo sin temor de perderse buena
parte de la historia. Esto puede deberse a que, en líneas generales, la novela
se sirve de la historia para trasladarse a otro ámbito, el de lo subjetivo. La
novela es en gran parte un conjunto de reflexiones que a su vez colindan con
citas de Balzac, alusiones al cine y juicios del pasado desde un presente
(lamentablemente no tan lejano, ya aclararé por qué más adelante) por parte de
María Dolz, la editora y protagonista de la novela.
Pero de
momento, centrémonos en la historia:
1. María Dolz, editora,
protagonista y voz a través de la cual se narra la novela, ve todos los días a
Luisa y Miguel Deverne compartir un matrimonio feliz. Le atrae verlos, acaso
porque ese matrimonio le hace pensar que, en efecto, es posible congeniar
incluso después de tantos años juntos.
2. Un día se entera de que
un extraño ha asesinado a Deverne de varias puñaladas. Lo peor es que el
extraño a confundido a Deverne con otra persona.
3. María reflexiona en
torno a su actividad como editora y entabla una crítica al egocentrismo de los
escritores que, bajo el pretexto de escribir una novela, hacen excéntricos
requerimientos a sus editores.
4. María se presenta ante
Luisa, la esposa de Deverne, y ambas charlan un momento. Al final del diálogo
aparece un personaje que será determinante en la novela, Javier Díaz-Varela,
amigo del difunto Miguel Deverne.
5. Pronto María se enamora
de Díaz-Varela y entablan un vínculo limitado al plano de la intimidad. Con
todo, sospecha o sabe que Díaz- Varela quiere algo con Luisa, que a través del
consuelo irá acercándose a ella poco a poco y que, llegado el momento, ella
tendrá que alejarse. No le importa. Vive el momento.
6. Una noche, mientras
espera en la cama a Díaz-Varela, María escucha una conversación entre él y otro
hombre, Ruyberris. En la conversación se habla de un asesinato. María tiene
suficientes motivos para pensar que Díaz Varela tiene algo que ver con la
muerte de Deverne.
7. Pasan los días y Díaz-Varela
sospecha que María los ha escuchado, y entonces decide contarle la verdad. Es
cierto que ha tenido participación en el asesinato de Deverne, pero las cosas
no son como ella piensa. Fue Deverne quien le dio un plazo para terminar con su
vida.
8. Y aquí nos enteramos,
después de la página trescientos, que Deverne tenía una enfermedad ocular que,
a la larga, iba a traerle deformaciones físicas irremediables y, para Deverne,
insoportables. Pero hay más: ante ello, Deverne le pide a Díaz-Varela que
termine con su vida en un plazo de meses y sin que él sepa cuándo. Y es que
Deverne no tendría el valor para suicidarse.
9. Ante la petición de
Deverne, Díaz-Varela habla con un amigo (el que oyó María la otra noche) y le
dice que ponga en manos de un hombre un cuchillo y que a su vez, junto a otros
sujetos, le digan que Deverne tiene algo que ver con cierto aspecto humillante
relacionado con sus hijas, azuzando su ira y deseo de venganza.
10. Y entonces volvemos al
principio. El hombre asesina a Deverne.
11. María no sabe si creer
o no la versión de Díaz-Varela, aunque no le parece que, incluso así, cambien
mucho las cosas. En todo caso, prefiere mantenerse al margen de la historia y
alejarse.
12. Algunos años después,
en una cena de gala para un escritor y ya comprometida, María ve a Deverne y
Luisa juntos. Ya son pareja. Entonces reflexiona en torno a la historia que
Díaz-Varela le contó años atrás y llega a una conclusión: Díaz-Varela le ha
mentido. La historia de la muerte de Deverne, después de atar y desatar cabos,
es muy poco verosímil. Se acerca a la mesa de ambos y, en el último instante,
decide no contarle nada a Luisa.
Desde
luego, la narradora no se limita a enumerar estos sucesos (la historia, más que
todo, parece un pretexto para otro fin) sino que a partir de estos giros en la
trama, va reflexionando en torno al acto mismo de enamorarse y los cambios que
atraviesa en cada una de sus etapas. Es precisamente este aspecto, el de la
deliberada manipulación de una trama para un fin distinto (en este caso, para
“decir”) el primero que habría que observar en la novela. Hay giros que son
excesivamente elaborados, en los que el artificio es tan claro que –salvo una
complicidad más o menos rigurosa por parte del lector- los mecanismos de
verosimilitud se deterioran notablemente. Una cosa es el punto ocho en el
decálogo de Quiroga, según el cual hay que llevar a los personajes de la mano
derecho hacia donde uno quiere y sin preocuparse por todas las posibilidades que el lector “podría ver”; y otra, muy
distinta, forzar giros en la trama. El
mecanismo de verosimilitud funciona en tanto lo que ocurra sea, aunque
sorprendente o inesperado, perfectamente comprensible y aceptable por el
lector, y aquí Marías, con toda su experiencia, parece obviar este punto. El
que nos enteremos pasados los tres cuartos del libro que, ¡sorpresa!, Deverne
tenía una enfermedad (y ojo, en ningún
momento se nos da ni el menor indicio de que algo así puede venir y más que
sorpresa aclaratoria, sabe a tarea hecha a última hora), o que Deverne por
temor a suicidarse le pidiera a Díaz-Varela que se ocupara de él sin que se
diera cuenta; que (sutil procedimiento de Díaz-Varela, amigo de Deverne) se le
entregara un cuchillo a un hombre (Díaz-Varela le dice a otro que a su vez le
de el cuchillo a otro…) para matarlo del modo más salvaje, la verdad, hace pensar
que Marías, una vez bien colocado el efecto del asesinato a cuchillazos
(impactante, con fuerza, muy bien) al inicio de la novela, no supo cómo pagar
las deudas asumidas.
Otro
aspecto a observar (y aquí cabe el riesgo de la subjetividad) es que uno
descubre que María Dolz es editora por dos motivos: porque nos dice que es
editora al inicio y critica a los escritores que hacen requerimientos
excéntricos a sus casas editoriales, y porque nos repite que es editora al
final de la historia y lleva a un escritor a una cena de gala. Lo cierto es que
no tengo muy claro si Marías hizo que su personaje fuese editora para insertar una crítica al banalizado
mundillo editorial actual (tan de moda esta literatura que habla de sí misma) o
porque consideraba que, siendo editora, el recurso de colocar a lo largo de la
trama diversos fragmentos de Balzac, o un regular conocimiento de Celine, se
validarían. Si fue lo primero, el recurso no es del todo efectivo, porque solo
habla una vez y al inicio de este tipo de escritores y de forma aislada, es
decir que nada en la historia, salvo un interés en hablar de sí misma para,
digamos, forjar un vínculo más fuerte entre lector-narrador, demanda un
fragmento de este tipo. No quiero decir con esto que estos fragmentos
estuviesen de más (de hecho, son partes memorables de la novela y de la que de
seguro Marías bien podría dar testimonio) sino que, una vez asumida esta
dirección, resultaba mucho más conveniente mantener una continuidad en este tipo
de fragmentos y no desvanecerlos pasada la página cincuenta. Colocado así el
fragmento, queda demasiado aparte del
cuerpo. No todas las novelas, por supuesto, deben apuntar a ser compactas; pero
la manera en que Marías plantea su novela sí apunta, por género y por
perspectiva (narrador testigo, primera persona, tiempo pasado fundado en la
memoria) a este grado de cohesión.
Hasta la
página cien, tuve la inquietud de no saber muy bien si es que estaba ante una
novela, por así decirlo, con abundante carga subjetiva o si estaba ante un
ensayo novelado (y para el primer caso pienso en dos direcciones: una, la
novela al estilo Proust, en donde un narrador, ya muy distante, es capaz de
emitir juicios sumamente -y válidamente- lúcidos respecto de un pasado); o un
narrador omnisciente que, por su naturaleza misma, es capaz de verlo y juzgarlo
todo (y aquí pienso en autores desde un Balzac o un Tolstoi, por ejemplo, hasta
un Saramago) sin que el efecto de verosimilitud se vea mellado. Ambos
mecanismos se validan por la distancia, en el primer caso temporal y en el
segundo por la perspectiva, de modo que cuando se nos ofrece una opinión sobre la vida
o sobre la condición humana paralelamente a la narración de la historia,
sabemos que la voz que nos habla tiene toda la autoridad de brindarnos juicios.
Pero el caso de Los enamoramientos,
sin duda, se acerca más al de un ensayo novelado y, lamentablemente, incluso más
que acercarse al campo de la novela con pretensiones de decir, se acerca al de
un ensayo que no sabe muy bien como travestirse de novela. En primer lugar
María Dolz narra la historia solo algunos años después y de eso nos enteramos en el último cuarto del libro,. Entonces
percibimos que más que hablar María Dolz, habla Marías, quien pretende elaborar
un ensayo sobre el amor (por cierto y sin afán de robar méritos, porque las
ideas del libro al respecto resaltan por su lucidez) usando como estrategia una
mujer que (tal vez vuelva a ser subjetivo aquí) no puede disponer de las
herramientas para tamañas reflexiones acerca no sólo de sí misma, sino de la
condición humana en diversas dimensiones. Tal vez convenga, llegado este punto,
citar algunos fragmentos:
En la
página 257, dice María Dolz:
“ La
mayoría de la gente está dispuesta, a la mayoría le encanta señalar con el dedo
a escondidas y acusar y denunciar, chivarse a sus amistades, a los vecinos, a
sus superiores y jefes, a la policía, a las autoridades, descubrir y exponer a
culpables de cualquier cosa, aunque lo sean solo en su imaginación; hundirles
la vida si pueden o por lo menos dificultársela, procurar que haya apestados,
crear desechos, desprendidos, causar bajas a su alrededor y expulsar de su
sociedad, como si la reconfortara decirse tras cada víctima o pieza cobrada:
‘ese ha sido desgajado, apartado, ese ha caído y yo no’. Entre toda esa gente
hay unos pocos –a diario vamos menguando– que sentimos, por el contrario, una
indecible aversión a asumir ese papel, el papel del delator. Y tan al extremo
llevamos esa antipatía que ni siquiera nos es fácil vencerla cuando conviene”.
En la
página 260:
“La
espera nutre y potencia ese deseo, la espera es acumulativa para con lo
esperado, lo solidifica y lo vuelve pétreo, y entonces nos resistimos a
reconocer que hemos malgastado años aguardando una señal que cuando por fin se
produce ya no nos tienta, o nos da infinita pereza acudir a su llamada tardía,
de la que ahora desconfiamos, quizá porque no nos conviene movernos. Uno se
acostumbra a vivir pendiente de la oportunidad que no llega, en el fondo
tranquilo, a salvo y pasivo, en el fondo incrédulo de que nunca vaya a
presentarse”
En la
página 299, dice, a propósito de no saber si Díaz- Varela le decía o no la
verdad:
“Aún
cabía la posibilidad de que no lo fuera, según él, eso siempre (nunca sabría
más de lo que él me dijera, luego nunca más sabría nada con seguridad absoluta;
sí, es ridículo que tras tantos siglos de práctica, y de increíbles avances e
inventos, todavía no haya forma de saber cuándo alguien miente; claro que eso
nos beneficia y nos perjudica por igual a todos, quizá sea el único reducto de
libertad que nos queda)”.
Esta
estrategia narrativa, apartada de las estructuras que mencionamos líneas
arriba, se invalida por pretenciosa y más bien, con sus juicios y su gran voz que ahora todo lo sabe y todo
lo juzga, entorpece, interrumpe la lectura. El lector –más aún, de seguro, el
lector contemporáneo- siente su rol como pasivo y, por momentos, llega a
aburrirse o a sentirse llevado de la mano por un narrador que, al no poder
cuajar ideas a través de hechos, necesita de una voz que le diga: ojo, esto te
debe llevar a reflexionar en esto, mira cómo esto que ocurre aquí nos demuestra
cómo la sociedad se ha degradado, aquí se ve cómo somos las personas en este
tipo de situaciones, etc. Cuando uno decide usar el narrador testigo, claro,
existe esa frontera que (lo sabemos por el Bolaño de Una novelita lumpen o por el Salinguer de El guardián entre el Centeno) solo puede ser aterrizada a través de
la perspectiva dada por el tiempo, y esto es, en lo que respecta a cierta claridad al juzgar lo evocado. La
otra opción, la asumida por Marías (y asumida por el mismo Bolaño para La pista de hielo o por Sábato en El túnel) es la de la enumeración de
sucesos donde tan soberbia lucidez para juzgar lo ocurrido es mínima; y claro,
los juicios sobre “la humanidad” ausentes.
Un último
aspecto, y aquí habría que preguntarse si es una cuestión de estilo propiamente;
pero que, por lo menos a mi juicio, resta a los mecanismos de verosimilitud de
la novela, es el de los diálogos. Los personajes de Marías hablan todos igual,
y con esto no me refiero al modo –al
fin y al cabo lo mismo ocurre en algunas novelas de Auster o de Vila Matas, sin
invalidarlas–, sino a que todos los
personajes, sean hombres o mujeres, emplean construcciones verbales
excesivamente literarias (en el sentido de artificiosas, de construidas).
Quiero decir que al leer los diálogos de Los
enamoramientos, más que presenciar un acto de comunicación cercana, uno
tiene la impresión de estar leyendo una confrontación de discursos (y hasta
discursos filosóficos). Los personajes hablan durante tres, cuatro páginas
seguidas sin detenerse, viajan en el tiempo, se hacen y responden preguntas, citan
párrafos en inglés y arrojan, como la narradora, juicios sobre la condición
humana. Los receptores escuchan callados mientras sus interlocutores
reflexionan en voz alta (por cierto, los personajes no hablan, no dicen; para
Marías, o mejor dicho, para María Dolz…, los personajes peroran. He encontrado la palabra, por lo menos, unas cinco veces a
lo largo de toda la novela. Lamentablemente, no tengo cómo citar esos
fragmentos). Hay quien hablará de un diálogo propio del estilo Marías, yo tengo
mis dudas...
Cito
algunos pasajes:
Página
135. A propósito del estado de Luisa ante la muerte de su esposo, María le
pregunta a Díaz- Varela si esta ya se está recuperando:
“-Pues
no bien- respondió por fin-, y ya me voy preocupando. No es que haya pasado
demasiado tiempo, desde luego, pero no acaba de reaccionar, no avanza un
milímetro, no es capaz de alzar la cabeza ni siquiera fugazmente y mirar a su
alrededor y ver cuánto le queda. Después de la muerte de un marido aún quedan
muchas cosas; a su edad, de hecho, queda otra vida entera. La mayoría de las
viudas salen adelante pronto, sobre todo si son más o menos jóvenes y además
tienen hijos de los que ocuparse. Pero no son sólo los niños, que en seguida
dejan de serlo. Si ella pudiera verse dentro de unos pocos años, de un año
incluso, comprobaría que la imagen de Miguel que ahora la ronda incesantemente
se le difumina cada día que pasa y cuánto se le ha adelgazado, y que sus nuevos
afectos no le permiten acordarse de él más que de tarde en tarde, con una quietud
hoy sorprendente, con invariable pena pero sin desasosiego…”
Página
238. María responde la pregunta de Díaz Varela acerca de qué la despertó:
“-Pero
qué preguntas son esas- le dije con desenfado-. Yo qué sé lo que me despertó,
un mal sueño, una mala postura, saber que me estaba perdiendo un rato contigo,
no sé, qué más da… Si me he puesto el sostén es porque no es lo mismo que me
ves echada y a poca distancia, o a ráfagas, que de pie y caminando por la casa
como si me creyera una modelo de Victoria`s Secret o aún mejor, al fin y al
cabo ellas siempre llevan lencería…”
Página
290. Díaz-Varela le cuenta a María por qué no contrató un sicario para matar a
Deverne:
“La
muerte de Miguel quedó como un terrible accidente, como un caso de pésima
suerte. ¿Por qué no recurrí ni siquiera a un sicario, más seguro y más sencillo
en apariencia? Hoy en día se los hace venir a propósito de cualquier sitio, de
la Europa del Este o de América, y no son muy caros: el pasaje de ida y vuelta,
unas dietas y tres mil euros o menos, o algo más, según, digamos tres mil si uno no quiere un
chapuzas o alguien demasiado bisoño… Algunos individuos que se han valido de
ellos luego son muy descuidados, a veces no se les ocurre otra cosa que
recomendarles a un amigo o colega (eso sí, muy sotto voce) al mismo fulano que les prestó un servicio, o al mismo
intermediario, que a su vez, perezoso, llama y trae al mismo fulano”.
Con todo,
y sin afán de ironía, Los enamoramientos
es una buena novela en tanto entretenida, en tanto amable y con la que, hasta
cierto punto, por los temas que aborda, un lector podría llegar a
identificarse. Eso sí, no más. Marías
sabe, se percibe a leguas, apuntar a un público y de qué estrategias servirse
para ser, como ha sido, un best seller en España; más aún si quien narra la
novela lo hace en primera persona, desde la perspectiva del testigo y siendo
una mujer. Si a ello añadimos un título como Los enamoramientos, que además ha contado con una campaña
publicitaria arrolladora como las de Alfaguara, el éxito está garantizado; y
está bien, porque no nos venden gato por liebre y porque, al fin y al cabo,
Marías es un escritor bastante válido. Tengo, eso sí, la impresión de que el
material empleado (y con esto me refiero a las acertadas reflexiones que Marías
vierte en su novela sobre el proceso del enamoramiento) daba más para un
ensayo. Lo demás es especulación. Lo último que uno podría esperar es que, como
se hacen en tantos casos, los escritores obedezcan a estudios de mercado y
públicos concretos. “Haz novela de amor, que tus lectores son esencialmente
mujeres”, “Haz novela histórica, que es lo que los lectores esperan según
encuestas”. En el fondo, creo, esperaba más de este Javier Marías y me queda la
duda de si, en parte, fue toda esta expectativa, la de leer al escritor que
lleva publicando desde los diecinueve años, imprescindible para entender la
nueva novela española y cuyas novelas están entre las diez mejores de los
últimos veinticinco años para La crítica (dos palabras cada vez menos de fiar
para estas cosas). Esperaba más, la verdad, de Marías, a quien Bolaño colocó
dentro de aquel grupo (junto a Juan Villoro, Enrique Vila- Matas, César Aira)
de escritores a los que había que leer, los que estaban abriendo los caminos de
la nueva novela en español. Habrá que leer Corazón
tan blanco o Mañana en la batalla
piensa en mí para entender a qué se refería Bolaño. De momento, Marías
queda en el limbo de los escritores buenos. Nada más.
Javier Marías
Los
enamoramientos
Madrid, Alfaguara, 2011, 401
pp.