miércoles, 16 de mayo de 2012

¿Novela introspectiva o ensayo travestido? Los enamoramientos, de Javier Marías





Por: Carlos Zambrano Pérez


Hasta hace unos meses las referencias que tenía de Javier Marías (Madrid, 1951) se limitaban a algunas entrevistas y conferencias en las que el autor hablaba, entre otras cosas, de su temprano debut en el género de la novela (publicó por primera vez a los 19 años) y de cómo su experiencia traduciendo a autores como Lawrence Sterne o Joseph Conrad fueron fundamentales para su aprendizaje en el arte de novelar. En una conversación con Manuel Rodríguez Rivero para la Fundación Juan March, también hablaba de un aspecto que, por lo menos a mí, me suele interesar en los escritores: su método de trabajo. En la entrevista, Marías se calificaba, por un lado, como un escritor sin mapa y más bien de brújula, quería decir con esto que su planificación de una novela no partía de un esquema más o menos claro, sino de un constante descubrimiento ya sobre la marcha; lo segundo tenía más bien un carácter ético: consistía en “pechar” lo ya escrito, es decir no retroceder en la escritura. Así, si se abría un nudo en la pagina 3, en algún momento este debía solucionarse y no anularse incluso si perdía relevancia en el transcurso de la historia. “Es que así es la vida, uno no puede retroceder, tachar lo ya hecho”, decía Marías. Ambos aspectos me parecieron de una dificultad innecesaria, pero además peculiar, de modo que tomé nota del autor y lo dejé como pendiente.

Por esa época, precisamente, revisé algunas listas que colocaban a Marías como uno de los escritores -junto a Juan José Millas, Enrique Vila Matas o Javier Cercas- imprescindibles para comprender la Novela española contemporánea. Un grupo de importantes críticos, por otra parte, han colocado a Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí en un listado de las diez mejores novelas en español de los últimos veinticinco años, compartiendo lugar con La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez o Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño. Más razones que colocaban a Marías como un autor ‘necesario’. A finales del año pasado, ‘Papeles perdidos’ (blog que a su vez pertenece a la revista Babelia, que a su vez pertenece al diario El País, que a su vez, y esto solo dicho de paso, comparte propietario con Alfaguara) publicó un ranking con, a partir de una encuesta a cincuenta y siete críticos y periodistas, las mejores novelas del 2011 (y esta vez ya no sólo en español). La sorpresa fue que, una vez más, el nombre de Javier Marías figuraba en el ranking, esta vez con Los enamoramientos (Alfaguara), la primera novela escrita después de, en voz de casi toda la crema y nata cultural española, la colosal “Tu rostro mañana”, de más de mil quinientas páginas, tres tomos nada más y nada menos.

La novela ocupaba el primer lugar. 

Así dadas las cosas, había que leer a Marías. Tu rostro mañana, con sus tres tomos y mil y tantas páginas, me parecía demasiado extensa como para hacer de carta de presentación, y en lo que respecta a Corazón tan blanco o Mañana en la batalla, mi lectura habría estado algo condicionada por los excelentes comentarios que había recibido, así es que, aprovechando la enorme campaña publicitaria a la que los señores de Alfaguara nos tienen acostumbrados cuando de sus dinosaurios se trata –que Marías lo es, como lo son Vargas Llosa y Pérez Reverte- me animé por Los enamoramientos.

Con esta novela me ha ocurrido algo curioso. No es que sea mala. La novela me parece medianamente recomendable; sin embargo, colocarla como lo mejor (y la lista no habla de lo más vendido, sino de lo mejor del 2011) me parece –salvo que el año pasado haya sido de vacas flacas, y vacas flacas apellidadas Franzen, McEwan, Houellebecq y Rothde una sobrevaloración que, más que ingenua, parece sospechosa.

Pero bueno, aquí mis conclusiones:
La historia es bastante sencilla. Esta es de esas novelas (a diferencia de lo que pasaría, por ejemplo, con Doctor Pasavento, de Vila Matas; o Solar, de Ian McEwan) que uno las puede contar a un amigo sin temor de perderse buena parte de la historia. Esto puede deberse a que, en líneas generales, la novela se sirve de la historia para trasladarse a otro ámbito, el de lo subjetivo. La novela es en gran parte un conjunto de reflexiones que a su vez colindan con citas de Balzac, alusiones al cine y juicios del pasado desde un presente (lamentablemente no tan lejano, ya aclararé por qué más adelante) por parte de María Dolz, la editora y protagonista de la novela.
Pero de momento, centrémonos en la historia:

1. María Dolz, editora, protagonista y voz a través de la cual se narra la novela, ve todos los días a Luisa y Miguel Deverne compartir un matrimonio feliz. Le atrae verlos, acaso porque ese matrimonio le hace pensar que, en efecto, es posible congeniar incluso después de tantos años juntos.

2. Un día se entera de que un extraño ha asesinado a Deverne de varias puñaladas. Lo peor es que el extraño a confundido a Deverne con otra persona.

3. María reflexiona en torno a su actividad como editora y entabla una crítica al egocentrismo de los escritores que, bajo el pretexto de escribir una novela, hacen excéntricos requerimientos a sus editores.

4. María se presenta ante Luisa, la esposa de Deverne, y ambas charlan un momento. Al final del diálogo aparece un personaje que será determinante en la novela, Javier Díaz-Varela, amigo del difunto Miguel Deverne.

5. Pronto María se enamora de Díaz-Varela y entablan un vínculo limitado al plano de la intimidad. Con todo, sospecha o sabe que Díaz- Varela quiere algo con Luisa, que a través del consuelo irá acercándose a ella poco a poco y que, llegado el momento, ella tendrá que alejarse. No le importa. Vive el momento.

6. Una noche, mientras espera en la cama a Díaz-Varela, María escucha una conversación entre él y otro hombre, Ruyberris. En la conversación se habla de un asesinato. María tiene suficientes motivos para pensar que Díaz Varela tiene algo que ver con la muerte de Deverne.

7. Pasan los días y Díaz-Varela sospecha que María los ha escuchado, y entonces decide contarle la verdad. Es cierto que ha tenido participación en el asesinato de Deverne, pero las cosas no son como ella piensa. Fue Deverne quien le dio un plazo para terminar con su vida.

8. Y aquí nos enteramos, después de la página trescientos, que Deverne tenía una enfermedad ocular que, a la larga, iba a traerle deformaciones físicas irremediables y, para Deverne, insoportables. Pero hay más: ante ello, Deverne le pide a Díaz-Varela que termine con su vida en un plazo de meses y sin que él sepa cuándo. Y es que Deverne no tendría el valor para suicidarse.

9. Ante la petición de Deverne, Díaz-Varela habla con un amigo (el que oyó María la otra noche) y le dice que ponga en manos de un hombre un cuchillo y que a su vez, junto a otros sujetos, le digan que Deverne tiene algo que ver con cierto aspecto humillante relacionado con sus hijas, azuzando su ira y deseo de venganza.

10. Y entonces volvemos al principio. El hombre asesina a Deverne.

11. María no sabe si creer o no la versión de Díaz-Varela, aunque no le parece que, incluso así, cambien mucho las cosas. En todo caso, prefiere mantenerse al margen de la historia y alejarse.

12. Algunos años después, en una cena de gala para un escritor y ya comprometida, María ve a Deverne y Luisa juntos. Ya son pareja. Entonces reflexiona en torno a la historia que Díaz-Varela le contó años atrás y llega a una conclusión: Díaz-Varela le ha mentido. La historia de la muerte de Deverne, después de atar y desatar cabos, es muy poco verosímil. Se acerca a la mesa de ambos y, en el último instante, decide no contarle nada a Luisa.

Desde luego, la narradora no se limita a enumerar estos sucesos (la historia, más que todo, parece un pretexto para otro fin) sino que a partir de estos giros en la trama, va reflexionando en torno al acto mismo de enamorarse y los cambios que atraviesa en cada una de sus etapas. Es precisamente este aspecto, el de la deliberada manipulación de una trama para un fin distinto (en este caso, para “decir”) el primero que habría que observar en la novela. Hay giros que son excesivamente elaborados, en los que el artificio es tan claro que –salvo una complicidad más o menos rigurosa por parte del lector- los mecanismos de verosimilitud se deterioran notablemente. Una cosa es el punto ocho en el decálogo de Quiroga, según el cual hay que llevar a los personajes de la mano derecho hacia donde uno quiere y sin preocuparse por todas las posibilidades que el lector “podría ver”; y otra, muy distinta,  forzar giros en la trama. El mecanismo de verosimilitud funciona en tanto lo que ocurra sea, aunque sorprendente o inesperado, perfectamente comprensible y aceptable por el lector, y aquí Marías, con toda su experiencia, parece obviar este punto. El que nos enteremos pasados los tres cuartos del libro que, ¡sorpresa!, Deverne tenía una enfermedad (y ojo, en ningún momento se nos da ni el menor indicio de que algo así puede venir y más que sorpresa aclaratoria, sabe a tarea hecha a última hora), o que Deverne por temor a suicidarse le pidiera a Díaz-Varela que se ocupara de él sin que se diera cuenta; que (sutil procedimiento de Díaz-Varela, amigo de Deverne) se le entregara un cuchillo a un hombre (Díaz-Varela le dice a otro que a su vez le de el cuchillo a otro…) para matarlo del modo más salvaje, la verdad, hace pensar que Marías, una vez bien colocado el efecto del asesinato a cuchillazos (impactante, con fuerza, muy bien) al inicio de la novela, no supo cómo pagar las deudas asumidas.

Otro aspecto a observar (y aquí cabe el riesgo de la subjetividad) es que uno descubre que María Dolz es editora por dos motivos: porque nos dice que es editora al inicio y critica a los escritores que hacen requerimientos excéntricos a sus casas editoriales, y porque nos repite que es editora al final de la historia y lleva a un escritor a una cena de gala. Lo cierto es que no tengo muy claro si Marías hizo que su personaje fuese editora para insertar una crítica al banalizado mundillo editorial actual (tan de moda esta literatura que habla de sí misma) o porque consideraba que, siendo editora, el recurso de colocar a lo largo de la trama diversos fragmentos de Balzac, o un regular conocimiento de Celine, se validarían. Si fue lo primero, el recurso no es del todo efectivo, porque solo habla una vez y al inicio de este tipo de escritores y de forma aislada, es decir que nada en la historia, salvo un interés en hablar de sí misma para, digamos, forjar un vínculo más fuerte entre lector-narrador, demanda un fragmento de este tipo. No quiero decir con esto que estos fragmentos estuviesen de más (de hecho, son partes memorables de la novela y de la que de seguro Marías bien podría dar testimonio) sino que, una vez asumida esta dirección, resultaba mucho más conveniente mantener una continuidad en este tipo de fragmentos y no desvanecerlos pasada la página cincuenta. Colocado así el fragmento, queda demasiado aparte del cuerpo. No todas las novelas, por supuesto, deben apuntar a ser compactas; pero la manera en que Marías plantea su novela sí apunta, por género y por perspectiva (narrador testigo, primera persona, tiempo pasado fundado en la memoria) a este grado de cohesión.


Hasta la página cien, tuve la inquietud de no saber muy bien si es que estaba ante una novela, por así decirlo, con abundante carga subjetiva o si estaba ante un ensayo novelado (y para el primer caso pienso en dos direcciones: una, la novela al estilo Proust, en donde un narrador, ya muy distante, es capaz de emitir juicios sumamente -y válidamente- lúcidos respecto de un pasado); o un narrador omnisciente que, por su naturaleza misma, es capaz de verlo y juzgarlo todo (y aquí pienso en autores desde un Balzac o un Tolstoi, por ejemplo, hasta un Saramago) sin que el efecto de verosimilitud se vea mellado. Ambos mecanismos se validan por la distancia, en el primer caso temporal y en el segundo por la perspectiva, de modo que cuando se nos ofrece una opinión sobre la vida o sobre la condición humana paralelamente a la narración de la historia, sabemos que la voz que nos habla tiene toda la autoridad de brindarnos juicios. Pero el caso de Los enamoramientos, sin duda, se acerca más al de un ensayo novelado y, lamentablemente, incluso más que acercarse al campo de la novela con pretensiones de decir, se acerca al de un ensayo que no sabe muy bien como travestirse de novela. En primer lugar María Dolz  narra la historia solo algunos años después y de eso nos enteramos en el último cuarto del libro,. Entonces percibimos que más que hablar María Dolz, habla Marías, quien pretende elaborar un ensayo sobre el amor (por cierto y sin afán de robar méritos, porque las ideas del libro al respecto resaltan por su lucidez) usando como estrategia una mujer que (tal vez vuelva a ser subjetivo aquí) no puede disponer de las herramientas para tamañas reflexiones acerca no sólo de sí misma, sino de la condición humana en diversas dimensiones. Tal vez convenga, llegado este punto, citar algunos fragmentos:

En la página 257, dice María Dolz:

“ La mayoría de la gente está dispuesta, a la mayoría le encanta señalar con el dedo a escondidas y acusar y denunciar, chivarse a sus amistades, a los vecinos, a sus superiores y jefes, a la policía, a las autoridades, descubrir y exponer a culpables de cualquier cosa, aunque lo sean solo en su imaginación; hundirles la vida si pueden o por lo menos dificultársela, procurar que haya apestados, crear desechos, desprendidos, causar bajas a su alrededor y expulsar de su sociedad, como si la reconfortara decirse tras cada víctima o pieza cobrada: ‘ese ha sido desgajado, apartado, ese ha caído y yo no’. Entre toda esa gente hay unos pocos –a diario vamos menguando– que sentimos, por el contrario, una indecible aversión a asumir ese papel, el papel del delator. Y tan al extremo llevamos esa antipatía que ni siquiera nos es fácil vencerla cuando conviene”.

En la página 260:

“La espera nutre y potencia ese deseo, la espera es acumulativa para con lo esperado, lo solidifica y lo vuelve pétreo, y entonces nos resistimos a reconocer que hemos malgastado años aguardando una señal que cuando por fin se produce ya no nos tienta, o nos da infinita pereza acudir a su llamada tardía, de la que ahora desconfiamos, quizá porque no nos conviene movernos. Uno se acostumbra a vivir pendiente de la oportunidad que no llega, en el fondo tranquilo, a salvo y pasivo, en el fondo incrédulo de que nunca vaya a presentarse”


En la página 299, dice, a propósito de no saber si Díaz- Varela le decía o no la verdad:

“Aún cabía la posibilidad de que no lo fuera, según él, eso siempre (nunca sabría más de lo que él me dijera, luego nunca más sabría nada con seguridad absoluta; sí, es ridículo que tras tantos siglos de práctica, y de increíbles avances e inventos, todavía no haya forma de saber cuándo alguien miente; claro que eso nos beneficia y nos perjudica por igual a todos, quizá sea el único reducto de libertad que nos queda)”.

Esta estrategia narrativa, apartada de las estructuras que mencionamos líneas arriba, se invalida por pretenciosa y más bien, con sus juicios y su gran voz que ahora todo lo sabe y todo lo juzga, entorpece, interrumpe la lectura. El lector –más aún, de seguro, el lector contemporáneo- siente su rol como pasivo y, por momentos, llega a aburrirse o a sentirse llevado de la mano por un narrador que, al no poder cuajar ideas a través de hechos, necesita de una voz que le diga: ojo, esto te debe llevar a reflexionar en esto, mira cómo esto que ocurre aquí nos demuestra cómo la sociedad se ha degradado, aquí se ve cómo somos las personas en este tipo de situaciones, etc. Cuando uno decide usar el narrador testigo, claro, existe esa frontera que (lo sabemos por el Bolaño de Una novelita lumpen o por el Salinguer de El guardián entre el Centeno) solo puede ser aterrizada a través de la perspectiva dada por el tiempo, y esto es, en lo que respecta a cierta claridad al juzgar lo evocado. La otra opción, la asumida por Marías (y asumida por el mismo Bolaño para La pista de hielo o por Sábato en El túnel) es la de la enumeración de sucesos donde tan soberbia lucidez para juzgar lo ocurrido es mínima; y claro, los juicios sobre “la humanidad” ausentes.

Un último aspecto, y aquí habría que preguntarse si es una cuestión de estilo propiamente; pero que, por lo menos a mi juicio, resta a los mecanismos de verosimilitud de la novela, es el de los diálogos. Los personajes de Marías hablan todos igual, y con esto no me refiero al modo –al fin y al cabo lo mismo ocurre en algunas novelas de Auster o de Vila Matas, sin invalidarlas, sino a que todos los personajes, sean hombres o mujeres, emplean construcciones verbales excesivamente literarias (en el sentido de artificiosas, de construidas). Quiero decir que al leer los diálogos de Los enamoramientos, más que presenciar un acto de comunicación cercana, uno tiene la impresión de estar leyendo una confrontación de discursos (y hasta discursos filosóficos). Los personajes hablan durante tres, cuatro páginas seguidas sin detenerse, viajan en el tiempo, se hacen y responden preguntas, citan párrafos en inglés y arrojan, como la narradora, juicios sobre la condición humana. Los receptores escuchan callados mientras sus interlocutores reflexionan en voz alta (por cierto, los personajes no hablan, no dicen; para Marías, o mejor dicho, para María Dolz…, los personajes peroran. He encontrado la palabra, por lo menos, unas cinco veces a lo largo de toda la novela. Lamentablemente, no tengo cómo citar esos fragmentos). Hay quien hablará de un diálogo propio del estilo Marías, yo tengo mis dudas...

Cito algunos pasajes:

Página 135. A propósito del estado de Luisa ante la muerte de su esposo, María le pregunta a Díaz- Varela si esta ya se está recuperando:

“-Pues no bien- respondió por fin-, y ya me voy preocupando. No es que haya pasado demasiado tiempo, desde luego, pero no acaba de reaccionar, no avanza un milímetro, no es capaz de alzar la cabeza ni siquiera fugazmente y mirar a su alrededor y ver cuánto le queda. Después de la muerte de un marido aún quedan muchas cosas; a su edad, de hecho, queda otra vida entera. La mayoría de las viudas salen adelante pronto, sobre todo si son más o menos jóvenes y además tienen hijos de los que ocuparse. Pero no son sólo los niños, que en seguida dejan de serlo. Si ella pudiera verse dentro de unos pocos años, de un año incluso, comprobaría que la imagen de Miguel que ahora la ronda incesantemente se le difumina cada día que pasa y cuánto se le ha adelgazado, y que sus nuevos afectos no le permiten acordarse de él más que de tarde en tarde, con una quietud hoy sorprendente, con invariable pena pero sin desasosiego…”   

Página 238. María responde la pregunta de Díaz Varela acerca de qué la despertó:

“-Pero qué preguntas son esas- le dije con desenfado-. Yo qué sé lo que me despertó, un mal sueño, una mala postura, saber que me estaba perdiendo un rato contigo, no sé, qué más da… Si me he puesto el sostén es porque no es lo mismo que me ves echada y a poca distancia, o a ráfagas, que de pie y caminando por la casa como si me creyera una modelo de Victoria`s Secret o aún mejor, al fin y al cabo ellas siempre llevan lencería…”


Página 290. Díaz-Varela le cuenta a María por qué no contrató un sicario para matar a Deverne:

“La muerte de Miguel quedó como un terrible accidente, como un caso de pésima suerte. ¿Por qué no recurrí ni siquiera a un sicario, más seguro y más sencillo en apariencia? Hoy en día se los hace venir a propósito de cualquier sitio, de la Europa del Este o de América, y no son muy caros: el pasaje de ida y vuelta, unas dietas y tres mil euros o menos, o algo más,  según, digamos tres mil si uno no quiere un chapuzas o alguien demasiado bisoño… Algunos individuos que se han valido de ellos luego son muy descuidados, a veces no se les ocurre otra cosa que recomendarles a un amigo o colega (eso sí, muy sotto voce) al mismo fulano que les prestó un servicio, o al mismo intermediario, que a su vez, perezoso, llama y trae al mismo fulano”.


Con todo, y sin afán de ironía, Los enamoramientos es una buena novela en tanto entretenida, en tanto amable y con la que, hasta cierto punto, por los temas que aborda, un lector podría llegar a identificarse. Eso sí, no más.  Marías sabe, se percibe a leguas, apuntar a un público y de qué estrategias servirse para ser, como ha sido, un best seller en España; más aún si quien narra la novela lo hace en primera persona, desde la perspectiva del testigo y siendo una mujer. Si a ello añadimos un título como Los enamoramientos, que además ha contado con una campaña publicitaria arrolladora como las de Alfaguara, el éxito está garantizado; y está bien, porque no nos venden gato por liebre y porque, al fin y al cabo, Marías es un escritor bastante válido. Tengo, eso sí, la impresión de que el material empleado (y con esto me refiero a las acertadas reflexiones que Marías vierte en su novela sobre el proceso del enamoramiento) daba más para un ensayo. Lo demás es especulación. Lo último que uno podría esperar es que, como se hacen en tantos casos, los escritores obedezcan a estudios de mercado y públicos concretos. “Haz novela de amor, que tus lectores son esencialmente mujeres”, “Haz novela histórica, que es lo que los lectores esperan según encuestas”. En el fondo, creo, esperaba más de este Javier Marías y me queda la duda de si, en parte, fue toda esta expectativa, la de leer al escritor que lleva publicando desde los diecinueve años, imprescindible para entender la nueva novela española y cuyas novelas están entre las diez mejores de los últimos veinticinco años para La crítica (dos palabras cada vez menos de fiar para estas cosas). Esperaba más, la verdad, de Marías, a quien Bolaño colocó dentro de aquel grupo (junto a Juan Villoro, Enrique Vila- Matas, César Aira) de escritores a los que había que leer, los que estaban abriendo los caminos de la nueva novela en español. Habrá que leer Corazón tan blanco o Mañana en la batalla piensa en mí para entender a qué se refería Bolaño. De momento, Marías queda en el limbo de los escritores buenos. Nada más.


Javier Marías
Los enamoramientos
Madrid, Alfaguara, 2011, 401 pp.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Marías está agotado, no puede dar más, ha terminado por repetir un estilo que lo hizo un referente, que lo hizo peculiar y ahora ha caído en el ridículo. Desde el título, ya es ridículo, desde el planteamiento de la historia, que está muy bien explicada en la reseña, es ridículo. Desde la idea que tiene de sí mismo, un escritor de brújula, es ridículo.

Anónimo dijo...

La reseña apunta a una discusión que al parecer ya está conclusa. Sin embargo, el formato que aplica para la explicación de sus verdades se enmarca más en un artículo que en una reseña. Tal vez sería mejor para el autor de la misma que dispusiera sus ideas tan bien sustentadas en un formato más amplio. Es un comentario crítico positivo el mío (y lo aclaro, por si acaso). Saludos.

carnet de manipulador de alimentos dijo...

Estoy oyendo y leyendo muy buenos comentarios de la última obra de Marías y la verdad, no sé si atreverme de nuevo. Le abandoné en 'Corazón tan frío', y tanto, frío, y pausado... Pero siempre es bueno cambiar de opinión o, al menos, intentarlo. Saludos!!!!