Mostrando entradas con la etiqueta Reseñas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Reseñas. Mostrar todas las entradas

miércoles, 29 de agosto de 2012

Notas sobre Breve historia de la lírica inglesa de Cristhian Briceño




Por: Mateo Díaz Choza

La impresión que suscita un primer acercamiento a la poesía de Cristhian Briceño suele ser la del asombro. Asombro por el extremo cuidado del lenguaje, asombro por la vasta red de referencias literarias que abarca, asombro por la meditada y planificada concepción del texto como un conjunto orgánico. En Breve historia de la lírica inglesa (Paracaídas editores, 2012), su primer poemario, todas estas características se pueden apreciar con absoluta claridad. Es esta una apuesta que se halla a gusto en la tradición poética nacional; representante de una corriente que si bien no numerosa, se perfila como heredera de nuestros autores más importantes. Sin embargo, la lírica de Briceño también se emparenta con la de algunos escritores latinoamericanos —Borges (gran conocedor de la literatura inglesa), Martín Adán u Octavio Paz, por citar algunos ejemplos—; en la medida que se asume sin temores como parte de la tradición occidental (el título es una clara muestra de ello) e, incluso en algunos momentos, de la cultura de Oriente. El afán de universalidad siempre será polémico en naciones como la nuestra[1]. Si bien se puede afirmar que el texto aludido no se inmiscuye en las definiciones de la nacionalidad, al modo de Comentarios reales de Antonio Cisneros o Cementerio general de Tulio Mora; sí plantea el problema de la identidad desde la perspectiva del idioma: la utilización de formas tradicionales y la adopción, en ciertos pasajes, de un lenguaje arcaizante denota una consciencia marcada de la pertenencia a una comunidad lingüística, los hablantes de la lengua castellana.


Breve historia de la lírica inglesa nos remite a un proyecto, en apariencia similar: Breve historia de la música, el poemario publicado por Eduardo Chirinos en el 2001. Ambos plantean una estructura similar, ya que en el primero se toma como tema de cada poema a un poeta inglés; mientras que en el último, una pieza de la tradición de la música clásica occidental. No obstante, la diferencia más visible es que, mientras el poemario de Chirinos organiza los textos en base a un criterio cronológico de las obras referidas, este no puede aplicarse en sentido estricto al poemario de Briceño. Así, por ejemplo, Dylan Thomas (autor del siglo XX) se codea con autores bastante anteriores como Ben Jonson o Samuel Taylor Coleridge; mientras que Walter Ralegh, el autor que cierra el texto, es anterior al que lo inicia, John Donne. De este modo, es evidente que la concepción de historia empleada no busca corresponderse con la historiografía, ni aspira establecer una ordenación científica. Por el contrario, esta quedaría supeditada a la propia coherencia interna de los poemas, relegada a un criterio eminentemente estético. Si bien se realiza un homenaje a algunos de los representantes más connotados de la poesía inglesa —que se haría extensivo a toda su literatura—, el tema elegido no parece ser, por momentos, más que un motivo que el autor toma para poder dar rienda suelta al flujo poético. Las veintitrés voces que componen el poemario, aunque se diferencian en algunos casos por el estilo empleado, son una sola que comparte la misma actitud contemplativa frente a un mismo problema fundamental: la iluminación poética. En el tratamiento de dicho tema ingresan, por supuesto, otros tópicos de la tradición literaria. De ese modo, la inspiración tiende a mimetizarse con la trascendencia amorosa o con la llegada inminente de la muerte.

Una vez que se supera la alta valla del lenguaje y se atraviesa la tupida red intertextual, la poesía de Briceño muestra el que parece ser su propósito final: la creación y la representación de la belleza. Se menciona al término del poema inicial: “Te he dicho, y no te he dicho sino ausencias, / El dolor con su olor que hiede el coro. / Y, ya ves, / Mi lumbre alterno / Con temporadas / Sumido en la melaza del hastío”. Es signo de la poesía moderna, pero también está presente en parte de los autores clásicos, la conciencia de las propias limitaciones de la palabra: la vida se yergue ante uno y el lenguaje no puede sino falsificarla, otorgar una pálida copia de esta realidad. Por eso, la voz se resigna a decir “ausencias” y el contenido deja de ser importante. Sin embargo, entre las temporadas del hastío también aflora la “lumbre”, la inspiración, que ya no pretende —como en las épocas en que el lenguaje era sagrado— actualizar realidades en sí mismas, trozos de verdad; pero sí nos presenta la ofrenda más alta que puede obsequiarnos: su propia armonía.

Es evidente que detrás de esta “voz inspirada”, se encuentra la realización de un trabajo consciente del lenguaje. Es notable, como afirma Elio Vélez Marquina en las Palabras liminares, el dominio del ritmo verbal: a menudo fuertemente identificado con la tradición métrica clásica, por momentos transitando los límites del verso libre; pero siempre desde una cadencia contenida, opuesta a los tiempos trepidantes y agitados de buena parte de la producción contemporánea nacional. Es que la belleza de su poesía tiene un marcado clasicismo, una búsqueda de la armonía, un paulatino dominio de las tensiones. La medida los versos no representa un impedimento. Por el contrario, el autor se siente cómodo entre sus normativas, de manera tal que hace recordar a la voz lírica del segundo poema, sobre Alexander Pope. Dice el texto: “Frota un gajo de naranja / Contra tu lengua y dime / Si no es más amplia esta cárcel / Que arropa al océano y las tempestades”. Así, las limitaciones del verso medido, la “cárcel” del mundo en el poema, serían lo suficientemente generosas para que el poeta pueda representar aquello que quiera decir, sus propios “océanos” y “tempestades”. El contacto frecuente con la estricta métrica clásica hace que, al pasar a las formas más libres, la poesía de Briceño mantenga un molde armónico y equilibrado, lo que vuelve el tránsito entre ambos registros casi imperceptible.

Otro elemento importante de Breve historia de la lírica inglesa es el manejo magistral de la sintaxis, que se contrae o se expande a lo largo de los poemas: de corte más barroco en los primeros, de transparencia y limpidez penetrante en los textos que remiten a los autores más modernos. Los ejemplos del primer caso abundan y sería ocioso reiterarlos, baste la revisión de cualquiera de los poemas breves en los que se emplean estrofas tradicionales castellanas. Del segundo, es muestra suficiente el escrito sobre D. H. Laurence, en el que un motivo (“Dejarse caer sin palabras”) se expone dos veces: la inicial con absoluta sencillez, mientras en la final se insertan toda clase de incisos y complejidades metafóricas. Por último, el hipérbaton —la deliberada alteración del orden habitual de las palabras en una frase, sin que por ello cambie su significado— se convierte en el recurso empleado para que el lenguaje, incluso en los pocos momentos en que se vuelve sencillo y cotidiano, adquiera un carácter inconfundiblemente poético; como en la composición dedicada a Seamus Heaney: “No hay certezas / en mi corazón. / La belleza de los días / no la ignoro, / pero no me preguntes por ella”.

El poemario parte de una ficción, un acuerdo que el lector debe aceptar para ingresar al texto y disfrutarlo en todas sus posibilidades. El abundante material paratextual (dígase títulos, notas a pie de página e incluso algunos epígrafes) funciona como una guía, al otorgar muchas veces información que ayuda a comprender los referentes de los poemas. El carácter ficticio radica en que no es relevante si las notas son rigurosamente ciertas, sino que su presencia se halle acorde a los contenidos que glosan. Algunas de estas, al brindar fechas históricas precisas, o el propio título del poemario, al simular la presentación de un material de rigor académico, pueden inducirnos a creer que se tiene entre las manos un material “verídico”. Sin embargo, no se debe confundir el carácter literario, propio de un texto lírico, con el de otro tipo; ni una verdad científica, con una verdad poética. Por otro lado, es curiosa la forma en que los títulos —informativos sobre las obras o vidas de los autores referidos, redactados en un estilo prosaico y con una extensión desmesurada (que guarda ciertas similitudes con la escritura de Antonio Cisneros) — complementan los contenidos de los poemas. La descripción de los autores ingleses llega a ser por momentos muy cercana, casi familiar, probablemente con el objetivo de que el lector se atreva a ingresar en el mundo de estas figuras de la literatura universal, que han sido tan endiosadas y alejadas de las situaciones cotidianas. De ese modo, todo este material “prescindible” no establece el sustento teórico de la obra (como en el caso de La tierra baldía de Eliot); sino una relación lúdica entre obra y lector, más semejante a las famosas citas de textos fabulados por Borges o a la particular recreación de la realidad de Ricardo Palma, regidas ambas no por criterios de verdad histórica, sino por su verosimilitud. No obstante esto último, la presencia de las notas cumple una función bastante delimitada y puntual que evidencia la filiación clásica de su autor: la voluntad que el texto pueda ser entendido de la mejor manera por sus lectores, la demostración que cada acertijo pacientemente preparado lleva hacia una respuesta que a la larga será revelada.

Breve historia de la lírica inglesa es, paradójicamente, un breve recuento de las formas estróficas más importantes de la poesía castellana. A lo largo del poemario se emplean formas tradicionales como el pie quebrado, la espinela (en que se evidencia, por el tono y la dicción, el magisterio de Martín Adán), la silva, el soneto; para llegar finalmente a utilizar otras, que se incorporaron mucho después a nuestra lengua, como el haiku o el verso libre. De ello se desprende que el lenguaje de Briceño no es imitativo, pues recrea una tradición foránea sin calcar sus particularidades de forma mecánica, sino adaptándolas a los recursos que le son propios. Así el conocimiento de lo ajeno redunda en el descubrimiento de lo propio, la travesía se completa y el círculo se cierra. Más allá de sus vestiduras —ya sean suntuosas, ya sobrias—, su escritura se orienta a un asunto primordial, la propia creación poética, el modo para trascender la “melaza del hastío”. Este carácter autorreflexivo se entronca con la gran tradición de la literatura occidental (y en el Perú, pensemos nuevamente en Martín Adán) y marca el derrotero de la propuesta de Briceño. Su poesía se encuentra en la encrucijada de una verdad inhallable, una lumbre efímera; y en sus mejores momentos, cuando la técnica deja de ser una obsesión de aislada perfección, parece decirnos con voz, teñida de sabia resignación, que el camino recorrido puede ser tan meritorio y significativo como la meta misma. Sean estas palabras una invitación a escucharla y propicien el emprendimiento de esta difícil travesía que, sin embargo, sabrá recompensarnos generosamente.








Texto leído en la presentación del libro. 
[1] Recuérdese el célebre debate que sostuvieron al respecto José María Arguedas y Julio Cortázar.


miércoles, 16 de mayo de 2012

¿Novela introspectiva o ensayo travestido? Los enamoramientos, de Javier Marías





Por: Carlos Zambrano Pérez


Hasta hace unos meses las referencias que tenía de Javier Marías (Madrid, 1951) se limitaban a algunas entrevistas y conferencias en las que el autor hablaba, entre otras cosas, de su temprano debut en el género de la novela (publicó por primera vez a los 19 años) y de cómo su experiencia traduciendo a autores como Lawrence Sterne o Joseph Conrad fueron fundamentales para su aprendizaje en el arte de novelar. En una conversación con Manuel Rodríguez Rivero para la Fundación Juan March, también hablaba de un aspecto que, por lo menos a mí, me suele interesar en los escritores: su método de trabajo. En la entrevista, Marías se calificaba, por un lado, como un escritor sin mapa y más bien de brújula, quería decir con esto que su planificación de una novela no partía de un esquema más o menos claro, sino de un constante descubrimiento ya sobre la marcha; lo segundo tenía más bien un carácter ético: consistía en “pechar” lo ya escrito, es decir no retroceder en la escritura. Así, si se abría un nudo en la pagina 3, en algún momento este debía solucionarse y no anularse incluso si perdía relevancia en el transcurso de la historia. “Es que así es la vida, uno no puede retroceder, tachar lo ya hecho”, decía Marías. Ambos aspectos me parecieron de una dificultad innecesaria, pero además peculiar, de modo que tomé nota del autor y lo dejé como pendiente.

Por esa época, precisamente, revisé algunas listas que colocaban a Marías como uno de los escritores -junto a Juan José Millas, Enrique Vila Matas o Javier Cercas- imprescindibles para comprender la Novela española contemporánea. Un grupo de importantes críticos, por otra parte, han colocado a Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí en un listado de las diez mejores novelas en español de los últimos veinticinco años, compartiendo lugar con La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez o Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño. Más razones que colocaban a Marías como un autor ‘necesario’. A finales del año pasado, ‘Papeles perdidos’ (blog que a su vez pertenece a la revista Babelia, que a su vez pertenece al diario El País, que a su vez, y esto solo dicho de paso, comparte propietario con Alfaguara) publicó un ranking con, a partir de una encuesta a cincuenta y siete críticos y periodistas, las mejores novelas del 2011 (y esta vez ya no sólo en español). La sorpresa fue que, una vez más, el nombre de Javier Marías figuraba en el ranking, esta vez con Los enamoramientos (Alfaguara), la primera novela escrita después de, en voz de casi toda la crema y nata cultural española, la colosal “Tu rostro mañana”, de más de mil quinientas páginas, tres tomos nada más y nada menos.

La novela ocupaba el primer lugar. 

Así dadas las cosas, había que leer a Marías. Tu rostro mañana, con sus tres tomos y mil y tantas páginas, me parecía demasiado extensa como para hacer de carta de presentación, y en lo que respecta a Corazón tan blanco o Mañana en la batalla, mi lectura habría estado algo condicionada por los excelentes comentarios que había recibido, así es que, aprovechando la enorme campaña publicitaria a la que los señores de Alfaguara nos tienen acostumbrados cuando de sus dinosaurios se trata –que Marías lo es, como lo son Vargas Llosa y Pérez Reverte- me animé por Los enamoramientos.

Con esta novela me ha ocurrido algo curioso. No es que sea mala. La novela me parece medianamente recomendable; sin embargo, colocarla como lo mejor (y la lista no habla de lo más vendido, sino de lo mejor del 2011) me parece –salvo que el año pasado haya sido de vacas flacas, y vacas flacas apellidadas Franzen, McEwan, Houellebecq y Rothde una sobrevaloración que, más que ingenua, parece sospechosa.

Pero bueno, aquí mis conclusiones:
La historia es bastante sencilla. Esta es de esas novelas (a diferencia de lo que pasaría, por ejemplo, con Doctor Pasavento, de Vila Matas; o Solar, de Ian McEwan) que uno las puede contar a un amigo sin temor de perderse buena parte de la historia. Esto puede deberse a que, en líneas generales, la novela se sirve de la historia para trasladarse a otro ámbito, el de lo subjetivo. La novela es en gran parte un conjunto de reflexiones que a su vez colindan con citas de Balzac, alusiones al cine y juicios del pasado desde un presente (lamentablemente no tan lejano, ya aclararé por qué más adelante) por parte de María Dolz, la editora y protagonista de la novela.
Pero de momento, centrémonos en la historia:

1. María Dolz, editora, protagonista y voz a través de la cual se narra la novela, ve todos los días a Luisa y Miguel Deverne compartir un matrimonio feliz. Le atrae verlos, acaso porque ese matrimonio le hace pensar que, en efecto, es posible congeniar incluso después de tantos años juntos.

2. Un día se entera de que un extraño ha asesinado a Deverne de varias puñaladas. Lo peor es que el extraño a confundido a Deverne con otra persona.

3. María reflexiona en torno a su actividad como editora y entabla una crítica al egocentrismo de los escritores que, bajo el pretexto de escribir una novela, hacen excéntricos requerimientos a sus editores.

4. María se presenta ante Luisa, la esposa de Deverne, y ambas charlan un momento. Al final del diálogo aparece un personaje que será determinante en la novela, Javier Díaz-Varela, amigo del difunto Miguel Deverne.

5. Pronto María se enamora de Díaz-Varela y entablan un vínculo limitado al plano de la intimidad. Con todo, sospecha o sabe que Díaz- Varela quiere algo con Luisa, que a través del consuelo irá acercándose a ella poco a poco y que, llegado el momento, ella tendrá que alejarse. No le importa. Vive el momento.

6. Una noche, mientras espera en la cama a Díaz-Varela, María escucha una conversación entre él y otro hombre, Ruyberris. En la conversación se habla de un asesinato. María tiene suficientes motivos para pensar que Díaz Varela tiene algo que ver con la muerte de Deverne.

7. Pasan los días y Díaz-Varela sospecha que María los ha escuchado, y entonces decide contarle la verdad. Es cierto que ha tenido participación en el asesinato de Deverne, pero las cosas no son como ella piensa. Fue Deverne quien le dio un plazo para terminar con su vida.

8. Y aquí nos enteramos, después de la página trescientos, que Deverne tenía una enfermedad ocular que, a la larga, iba a traerle deformaciones físicas irremediables y, para Deverne, insoportables. Pero hay más: ante ello, Deverne le pide a Díaz-Varela que termine con su vida en un plazo de meses y sin que él sepa cuándo. Y es que Deverne no tendría el valor para suicidarse.

9. Ante la petición de Deverne, Díaz-Varela habla con un amigo (el que oyó María la otra noche) y le dice que ponga en manos de un hombre un cuchillo y que a su vez, junto a otros sujetos, le digan que Deverne tiene algo que ver con cierto aspecto humillante relacionado con sus hijas, azuzando su ira y deseo de venganza.

10. Y entonces volvemos al principio. El hombre asesina a Deverne.

11. María no sabe si creer o no la versión de Díaz-Varela, aunque no le parece que, incluso así, cambien mucho las cosas. En todo caso, prefiere mantenerse al margen de la historia y alejarse.

12. Algunos años después, en una cena de gala para un escritor y ya comprometida, María ve a Deverne y Luisa juntos. Ya son pareja. Entonces reflexiona en torno a la historia que Díaz-Varela le contó años atrás y llega a una conclusión: Díaz-Varela le ha mentido. La historia de la muerte de Deverne, después de atar y desatar cabos, es muy poco verosímil. Se acerca a la mesa de ambos y, en el último instante, decide no contarle nada a Luisa.

Desde luego, la narradora no se limita a enumerar estos sucesos (la historia, más que todo, parece un pretexto para otro fin) sino que a partir de estos giros en la trama, va reflexionando en torno al acto mismo de enamorarse y los cambios que atraviesa en cada una de sus etapas. Es precisamente este aspecto, el de la deliberada manipulación de una trama para un fin distinto (en este caso, para “decir”) el primero que habría que observar en la novela. Hay giros que son excesivamente elaborados, en los que el artificio es tan claro que –salvo una complicidad más o menos rigurosa por parte del lector- los mecanismos de verosimilitud se deterioran notablemente. Una cosa es el punto ocho en el decálogo de Quiroga, según el cual hay que llevar a los personajes de la mano derecho hacia donde uno quiere y sin preocuparse por todas las posibilidades que el lector “podría ver”; y otra, muy distinta,  forzar giros en la trama. El mecanismo de verosimilitud funciona en tanto lo que ocurra sea, aunque sorprendente o inesperado, perfectamente comprensible y aceptable por el lector, y aquí Marías, con toda su experiencia, parece obviar este punto. El que nos enteremos pasados los tres cuartos del libro que, ¡sorpresa!, Deverne tenía una enfermedad (y ojo, en ningún momento se nos da ni el menor indicio de que algo así puede venir y más que sorpresa aclaratoria, sabe a tarea hecha a última hora), o que Deverne por temor a suicidarse le pidiera a Díaz-Varela que se ocupara de él sin que se diera cuenta; que (sutil procedimiento de Díaz-Varela, amigo de Deverne) se le entregara un cuchillo a un hombre (Díaz-Varela le dice a otro que a su vez le de el cuchillo a otro…) para matarlo del modo más salvaje, la verdad, hace pensar que Marías, una vez bien colocado el efecto del asesinato a cuchillazos (impactante, con fuerza, muy bien) al inicio de la novela, no supo cómo pagar las deudas asumidas.

Otro aspecto a observar (y aquí cabe el riesgo de la subjetividad) es que uno descubre que María Dolz es editora por dos motivos: porque nos dice que es editora al inicio y critica a los escritores que hacen requerimientos excéntricos a sus casas editoriales, y porque nos repite que es editora al final de la historia y lleva a un escritor a una cena de gala. Lo cierto es que no tengo muy claro si Marías hizo que su personaje fuese editora para insertar una crítica al banalizado mundillo editorial actual (tan de moda esta literatura que habla de sí misma) o porque consideraba que, siendo editora, el recurso de colocar a lo largo de la trama diversos fragmentos de Balzac, o un regular conocimiento de Celine, se validarían. Si fue lo primero, el recurso no es del todo efectivo, porque solo habla una vez y al inicio de este tipo de escritores y de forma aislada, es decir que nada en la historia, salvo un interés en hablar de sí misma para, digamos, forjar un vínculo más fuerte entre lector-narrador, demanda un fragmento de este tipo. No quiero decir con esto que estos fragmentos estuviesen de más (de hecho, son partes memorables de la novela y de la que de seguro Marías bien podría dar testimonio) sino que, una vez asumida esta dirección, resultaba mucho más conveniente mantener una continuidad en este tipo de fragmentos y no desvanecerlos pasada la página cincuenta. Colocado así el fragmento, queda demasiado aparte del cuerpo. No todas las novelas, por supuesto, deben apuntar a ser compactas; pero la manera en que Marías plantea su novela sí apunta, por género y por perspectiva (narrador testigo, primera persona, tiempo pasado fundado en la memoria) a este grado de cohesión.


Hasta la página cien, tuve la inquietud de no saber muy bien si es que estaba ante una novela, por así decirlo, con abundante carga subjetiva o si estaba ante un ensayo novelado (y para el primer caso pienso en dos direcciones: una, la novela al estilo Proust, en donde un narrador, ya muy distante, es capaz de emitir juicios sumamente -y válidamente- lúcidos respecto de un pasado); o un narrador omnisciente que, por su naturaleza misma, es capaz de verlo y juzgarlo todo (y aquí pienso en autores desde un Balzac o un Tolstoi, por ejemplo, hasta un Saramago) sin que el efecto de verosimilitud se vea mellado. Ambos mecanismos se validan por la distancia, en el primer caso temporal y en el segundo por la perspectiva, de modo que cuando se nos ofrece una opinión sobre la vida o sobre la condición humana paralelamente a la narración de la historia, sabemos que la voz que nos habla tiene toda la autoridad de brindarnos juicios. Pero el caso de Los enamoramientos, sin duda, se acerca más al de un ensayo novelado y, lamentablemente, incluso más que acercarse al campo de la novela con pretensiones de decir, se acerca al de un ensayo que no sabe muy bien como travestirse de novela. En primer lugar María Dolz  narra la historia solo algunos años después y de eso nos enteramos en el último cuarto del libro,. Entonces percibimos que más que hablar María Dolz, habla Marías, quien pretende elaborar un ensayo sobre el amor (por cierto y sin afán de robar méritos, porque las ideas del libro al respecto resaltan por su lucidez) usando como estrategia una mujer que (tal vez vuelva a ser subjetivo aquí) no puede disponer de las herramientas para tamañas reflexiones acerca no sólo de sí misma, sino de la condición humana en diversas dimensiones. Tal vez convenga, llegado este punto, citar algunos fragmentos:

En la página 257, dice María Dolz:

“ La mayoría de la gente está dispuesta, a la mayoría le encanta señalar con el dedo a escondidas y acusar y denunciar, chivarse a sus amistades, a los vecinos, a sus superiores y jefes, a la policía, a las autoridades, descubrir y exponer a culpables de cualquier cosa, aunque lo sean solo en su imaginación; hundirles la vida si pueden o por lo menos dificultársela, procurar que haya apestados, crear desechos, desprendidos, causar bajas a su alrededor y expulsar de su sociedad, como si la reconfortara decirse tras cada víctima o pieza cobrada: ‘ese ha sido desgajado, apartado, ese ha caído y yo no’. Entre toda esa gente hay unos pocos –a diario vamos menguando– que sentimos, por el contrario, una indecible aversión a asumir ese papel, el papel del delator. Y tan al extremo llevamos esa antipatía que ni siquiera nos es fácil vencerla cuando conviene”.

En la página 260:

“La espera nutre y potencia ese deseo, la espera es acumulativa para con lo esperado, lo solidifica y lo vuelve pétreo, y entonces nos resistimos a reconocer que hemos malgastado años aguardando una señal que cuando por fin se produce ya no nos tienta, o nos da infinita pereza acudir a su llamada tardía, de la que ahora desconfiamos, quizá porque no nos conviene movernos. Uno se acostumbra a vivir pendiente de la oportunidad que no llega, en el fondo tranquilo, a salvo y pasivo, en el fondo incrédulo de que nunca vaya a presentarse”


En la página 299, dice, a propósito de no saber si Díaz- Varela le decía o no la verdad:

“Aún cabía la posibilidad de que no lo fuera, según él, eso siempre (nunca sabría más de lo que él me dijera, luego nunca más sabría nada con seguridad absoluta; sí, es ridículo que tras tantos siglos de práctica, y de increíbles avances e inventos, todavía no haya forma de saber cuándo alguien miente; claro que eso nos beneficia y nos perjudica por igual a todos, quizá sea el único reducto de libertad que nos queda)”.

Esta estrategia narrativa, apartada de las estructuras que mencionamos líneas arriba, se invalida por pretenciosa y más bien, con sus juicios y su gran voz que ahora todo lo sabe y todo lo juzga, entorpece, interrumpe la lectura. El lector –más aún, de seguro, el lector contemporáneo- siente su rol como pasivo y, por momentos, llega a aburrirse o a sentirse llevado de la mano por un narrador que, al no poder cuajar ideas a través de hechos, necesita de una voz que le diga: ojo, esto te debe llevar a reflexionar en esto, mira cómo esto que ocurre aquí nos demuestra cómo la sociedad se ha degradado, aquí se ve cómo somos las personas en este tipo de situaciones, etc. Cuando uno decide usar el narrador testigo, claro, existe esa frontera que (lo sabemos por el Bolaño de Una novelita lumpen o por el Salinguer de El guardián entre el Centeno) solo puede ser aterrizada a través de la perspectiva dada por el tiempo, y esto es, en lo que respecta a cierta claridad al juzgar lo evocado. La otra opción, la asumida por Marías (y asumida por el mismo Bolaño para La pista de hielo o por Sábato en El túnel) es la de la enumeración de sucesos donde tan soberbia lucidez para juzgar lo ocurrido es mínima; y claro, los juicios sobre “la humanidad” ausentes.

Un último aspecto, y aquí habría que preguntarse si es una cuestión de estilo propiamente; pero que, por lo menos a mi juicio, resta a los mecanismos de verosimilitud de la novela, es el de los diálogos. Los personajes de Marías hablan todos igual, y con esto no me refiero al modo –al fin y al cabo lo mismo ocurre en algunas novelas de Auster o de Vila Matas, sin invalidarlas, sino a que todos los personajes, sean hombres o mujeres, emplean construcciones verbales excesivamente literarias (en el sentido de artificiosas, de construidas). Quiero decir que al leer los diálogos de Los enamoramientos, más que presenciar un acto de comunicación cercana, uno tiene la impresión de estar leyendo una confrontación de discursos (y hasta discursos filosóficos). Los personajes hablan durante tres, cuatro páginas seguidas sin detenerse, viajan en el tiempo, se hacen y responden preguntas, citan párrafos en inglés y arrojan, como la narradora, juicios sobre la condición humana. Los receptores escuchan callados mientras sus interlocutores reflexionan en voz alta (por cierto, los personajes no hablan, no dicen; para Marías, o mejor dicho, para María Dolz…, los personajes peroran. He encontrado la palabra, por lo menos, unas cinco veces a lo largo de toda la novela. Lamentablemente, no tengo cómo citar esos fragmentos). Hay quien hablará de un diálogo propio del estilo Marías, yo tengo mis dudas...

Cito algunos pasajes:

Página 135. A propósito del estado de Luisa ante la muerte de su esposo, María le pregunta a Díaz- Varela si esta ya se está recuperando:

“-Pues no bien- respondió por fin-, y ya me voy preocupando. No es que haya pasado demasiado tiempo, desde luego, pero no acaba de reaccionar, no avanza un milímetro, no es capaz de alzar la cabeza ni siquiera fugazmente y mirar a su alrededor y ver cuánto le queda. Después de la muerte de un marido aún quedan muchas cosas; a su edad, de hecho, queda otra vida entera. La mayoría de las viudas salen adelante pronto, sobre todo si son más o menos jóvenes y además tienen hijos de los que ocuparse. Pero no son sólo los niños, que en seguida dejan de serlo. Si ella pudiera verse dentro de unos pocos años, de un año incluso, comprobaría que la imagen de Miguel que ahora la ronda incesantemente se le difumina cada día que pasa y cuánto se le ha adelgazado, y que sus nuevos afectos no le permiten acordarse de él más que de tarde en tarde, con una quietud hoy sorprendente, con invariable pena pero sin desasosiego…”   

Página 238. María responde la pregunta de Díaz Varela acerca de qué la despertó:

“-Pero qué preguntas son esas- le dije con desenfado-. Yo qué sé lo que me despertó, un mal sueño, una mala postura, saber que me estaba perdiendo un rato contigo, no sé, qué más da… Si me he puesto el sostén es porque no es lo mismo que me ves echada y a poca distancia, o a ráfagas, que de pie y caminando por la casa como si me creyera una modelo de Victoria`s Secret o aún mejor, al fin y al cabo ellas siempre llevan lencería…”


Página 290. Díaz-Varela le cuenta a María por qué no contrató un sicario para matar a Deverne:

“La muerte de Miguel quedó como un terrible accidente, como un caso de pésima suerte. ¿Por qué no recurrí ni siquiera a un sicario, más seguro y más sencillo en apariencia? Hoy en día se los hace venir a propósito de cualquier sitio, de la Europa del Este o de América, y no son muy caros: el pasaje de ida y vuelta, unas dietas y tres mil euros o menos, o algo más,  según, digamos tres mil si uno no quiere un chapuzas o alguien demasiado bisoño… Algunos individuos que se han valido de ellos luego son muy descuidados, a veces no se les ocurre otra cosa que recomendarles a un amigo o colega (eso sí, muy sotto voce) al mismo fulano que les prestó un servicio, o al mismo intermediario, que a su vez, perezoso, llama y trae al mismo fulano”.


Con todo, y sin afán de ironía, Los enamoramientos es una buena novela en tanto entretenida, en tanto amable y con la que, hasta cierto punto, por los temas que aborda, un lector podría llegar a identificarse. Eso sí, no más.  Marías sabe, se percibe a leguas, apuntar a un público y de qué estrategias servirse para ser, como ha sido, un best seller en España; más aún si quien narra la novela lo hace en primera persona, desde la perspectiva del testigo y siendo una mujer. Si a ello añadimos un título como Los enamoramientos, que además ha contado con una campaña publicitaria arrolladora como las de Alfaguara, el éxito está garantizado; y está bien, porque no nos venden gato por liebre y porque, al fin y al cabo, Marías es un escritor bastante válido. Tengo, eso sí, la impresión de que el material empleado (y con esto me refiero a las acertadas reflexiones que Marías vierte en su novela sobre el proceso del enamoramiento) daba más para un ensayo. Lo demás es especulación. Lo último que uno podría esperar es que, como se hacen en tantos casos, los escritores obedezcan a estudios de mercado y públicos concretos. “Haz novela de amor, que tus lectores son esencialmente mujeres”, “Haz novela histórica, que es lo que los lectores esperan según encuestas”. En el fondo, creo, esperaba más de este Javier Marías y me queda la duda de si, en parte, fue toda esta expectativa, la de leer al escritor que lleva publicando desde los diecinueve años, imprescindible para entender la nueva novela española y cuyas novelas están entre las diez mejores de los últimos veinticinco años para La crítica (dos palabras cada vez menos de fiar para estas cosas). Esperaba más, la verdad, de Marías, a quien Bolaño colocó dentro de aquel grupo (junto a Juan Villoro, Enrique Vila- Matas, César Aira) de escritores a los que había que leer, los que estaban abriendo los caminos de la nueva novela en español. Habrá que leer Corazón tan blanco o Mañana en la batalla piensa en mí para entender a qué se refería Bolaño. De momento, Marías queda en el limbo de los escritores buenos. Nada más.


Javier Marías
Los enamoramientos
Madrid, Alfaguara, 2011, 401 pp.


miércoles, 9 de mayo de 2012

Los falsos nombres de la muerte



Por: Jose Carlos Benavides



No había escuchado hablar de Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) hasta unos tres años atrás, cuando un amigo me comentó que en Argentina, a fines del siglo XX, se había escrito una novela monumental de casi mil páginas, La historia (1999). Desde aquel día no perdí el rastro de aquel personaje de bigotes extraños y divertidos. A finales del año pasado su nombre volvió a ser nombrado, y esta vez mucho más fuerte que antes: Caparrós había ganado el Premio Herralde con una novela que, a mi gusto, huele a muerto.

Nito, protagonista de la novela, nace en julio de 1974, el mismo día que se produce la muerte del General Juan Domingo Perón, ese día era 1º de julio, de ahí que su padre decida que su nombre sea ese: Juan Domingo, «Bobby me contó que mi padre me había puesto Juan Domingo como un chiste torcido, su forma de celebrar que aquel día la Argentina se había “liberado del tirano”: como quien dice ahora Juan Domingo es otro». El guiño al lector es claro, en Nito la muerte y la vida se hacen uno en relación de continuidades. Durante su desarrollo, Nito sufrirá la muerte de dos seres queridos: su padre y su abuelo. Desde entonces se sentirá cada vez más atraído por el significado de la muerte y la función que adquieren los muertos.

 La infancia de este muchacho transcurre como una de las demás, cruda, de amores imposibles y posibles, más miedos que aprendizajes; todo ello enmarcado en los turbulentos años 70’s y 80’s de la historia Argentina. La fascinación que se desarrollará luego de la muerte de sus familiares lo llevará a sentirse acosado por  algunas preguntas como: ¿cuál es nuestra relación con los muertos? ¿Es posible mantener el contacto con ellos? ¿Están todavía entre nosotros de alguna manera?  Todas se intentarán responder a lo largo de la novela. Entrará luego en contacto con el predicador brasileño Trafalgar, quien lo convertirá en un pronosticador de muertes, entendiendo así que puede hacer el cambio de predecir la muerte como venganza por predecirla como timo para conseguir dinero, ficcionalizando a personajes reales para que eviten la muerte.

Anterior a esto, la novela nos conduce por divertidos pasajes a los que el mismo Caparrós ha denominado «picaresca contemporánea» que ayudan a conocer al protagonista desde años previos a su nacimiento, ellos nos permiten acercarnos a la vida individual de cada uno de los personajes que se relacionan con Nito. La historia de su concepción, el final del sexo placentero y el inicio del sexo por obligación y con sacrificio por parte de su padre. La educación mediante telenovelas, el duro golpe de descubrir en la escuela que es un niño y no el amorcito de mamá. Todos estos pasajes tienen algo en común: la incidencia en la muerte y cómo es que esta se perpetúa en los modos de vida de las personas.

La escritura empieza en clave de humor negro, pero poco a poco va degenerando en una extraña performance surrealista, gracias a la aparición del artista Piru Carpanta. Los diálogos sobre la muerte y el arte con este nuevo personaje van cobrando sentido a medida que la narración principal avanza, de forma que los dos textos terminan en una surte de simbiosis o retroalimentación. La pirotecnia surrealista del desenlace tiene que ver con la moda de los Living y el desarrollo de la industria del embalsamiento.

Los muertos no se ven, pero permanecen con nosotros. Nos deshacemos de ellos porque nos dan miedo, es como dar un paso hacia ninguna parte. La moda de la movida living –durante la lectura uno se dará cuenta que juega con el significado de la sala de estar y con el hecho de estar viviendo refiriéndose a los muertos a los que se le creará una historia- es la consagración del simulacro, la resurrección de los muertos. El develamiento de toda trascendencia hacia la muerte la ubicaría como parte de la llamada civilización del espectáculo.

Sin entrar en más detalles, recomendamos leer esta obra, en donde las modulaciones técnicas son las que hacen que esta propuesta sea viable: el recurso de lo grotesco y paródico afila y divierte la historia confiriéndole una gran calidad estética. No existe un modo de leer políticamente la novela más que en el desencanto del tiempo, la necesidad de crearse una ilusión. La novela huele a muerto, los muertos que están en los livings, que están en la historia, que están en nosotros como en Juan Domingo. 



Martín Caparrós
 Los living
Barcelona, Anagrama, 2011, 430 pp.





miércoles, 2 de mayo de 2012

Apuntes sobre el último libro de Alejandro Susti







Por: Mateo Díaz 



Aunque su participación en el campo literario local solamente pueda circunscribirse a la última década, Alejandro Susti ha legado en escasos diez años una producción variada y fructífera. Desde su regreso al Perú, después de estudiar un doctorado de literatura en Baltimore, ha publicado cuatro poemarios —Corte de amarras (2001), Casa de citas (2004), Cadáveres (2009) y Escombros de los días (2011)—, además de diversos trabajos académicos, principalmente bajo el sello de la Universidad de Lima. Susti es asimismo músico y compositor, lo que puede dar una idea del amplio espectro de intereses que posee.
Su último libro se publicó el año pasado como parte de la Colección Premio Libro de Poesía Breve 2010 organizado por Hipocampo Editores. En el poemario confluyen y se integran dos estilos disímiles: uno marcado por la oralidad y otro con tendencia al lirismo, este último con algunos ecos de la estética surrealista. El texto se divide en cuatro secciones: Tu cuerpo lentamente, Fósiles de plata, Fuego que nunca se olvida y Rieles del tiempo. En la primera, la voz poética se dirige al padre que se halla en su lecho de muerte, que se configura como el centro absoluto de la sección (los mismos títulos de los poemas aludirían esto: Cuerpo de mi padre o La sangre de mi padre). En la segunda, las referencias al otro casi desaparecen, pero los textos mantienen un tono reflexivo en torno al mismo tema central, la muerte. La tercera sección representaría el cambio más marcado, tanto desde el punto de vista temático como del estilístico. En esta aparece nuevamente un interlocutor, pero esta vez transformado en la amada. Pareciera que el erotismo de los poemas se presenta como una posibilidad de trascendencia, de abolición de la muerte. Sin embargo, en la última sección el otro vuelve a estar casi ausente. Se configura como un retorno al individuo y su soledad, ya que en estos, el hombre se enfrenta ante aquellas realidades que superan su efímera condición y consiguen pervivir en el tiempo: el arte y la naturaleza. El poema final, Cenizas, cierra el trayecto de todo el poemario; el yo poético se vuelve a encontrar con el cuerpo paterno, a quien dirige sus últimos versos.
El libro está atravesado por el tema de la pérdida. Esta se conforma como una condición inherente al hombre, ya que en su cotidianeidad —“los días”— se encuentra obligado a vivir entre “escombros”. Ello se ejemplifica en ciertos símbolos, como el heraldo, que en la tradición simbolizan la muerte: “Los he visto llegar desde la noche / trayendo sus bultos miserias / conciertos de hueso / instalarse en el jardín de mi casa / indiferentes a la ausencia de los padres / a la seca llaga del silencio (…) ellos / los que gimen / los que acompañan el invierno / los heraldos de la muerte” (de Heraldos, texto en el que se mezcla un tema vallejiano con una técnica egureniana). El dramatismo de estos poemas se modifica, en gran parte, en la última sección del poemario. Una actitud de resignación y serena aceptación es la actitud privilegiada en Rieles del tiempo. La clara cadencia de un piano, la majestuosidad de David o la melancólica permanencia de un daguerrotipo representan, con su perfección artística, la efímera condición del ser humano; quien sería arrojado por ese otro escultor, el tiempo, al “hueco de la nada”. Por otro lado, en Orilla, Nieve, Niebla y Piedra repetida se desarrollan los temas de la naturaleza. Mientras en los tres primeros se construye una determinada atmósfera que podría relacionarse con el tema central del poemario (la violencia de las olas o la frialdad de la nieve y la niebla), con el último se está quizás ante el mejor poema del conjunto. El breve poema sintetiza con precisión la discontinuidad entre el hombre y la naturaleza: “En esa piedra labrada por el río / rodante y caída desde el lomo de otras piedras y otro tiempo / mi hermano y yo jugamos a treparnos sin saber entonces que la piedra / ella sola / seguiría por otros miles de años anclada a esa orilla / dejando pasar el agua repetida / y el gesto de los que nunca más regresaron”.
Susti utiliza dos registros poéticos en Escombros de los días: el verso libre y el poema en prosa. En el primero, el autor subvierte la normativa al prescindir casi completamente de signos de puntuación: tan solo utiliza, aunque de forma muy esporádica, los dos puntos y el guión largo. Este hecho otorga al verso una serie de cualidades, flexibilidad y musicalidad entre otras, que caracterizan la estética lírica (más frecuente en la tercera sección del poemario). No obstante, en algunos de estos poemas, se puede observar que la palabra pierde importancia por sus connotaciones semánticas y las adquiere por sus características fónicas. Ese sería el caso de Despertar: “Tu carne con el tiempo retrocede hacia la luz // Tu carne es el destiempo perfumado del alba / y cuando sueñas se atolondran los rebaños de las horas / entonces la media luna de tus uñas se sonroja / como una lisura enjaulada en el silencio // Tu carne son espumas retornando hacia la noche” (nótese la presencia de versos alejandrinos que sugeriría ciertas afinidades con la musicalidad del modernismo y de otros autores como Neruda y Calvo). Si bien este tipo de textura puede ser poco utilizada por autores contemporáneos y frisa la cursilería, imprime una sensualidad que no deja de ser coherente con las representaciones eróticas. Por su parte, el ejercicio del poema en prosa tendría resultados más discretos, ya que abusa del recurso de la anécdota con poca trascendencia. Quizás sea más interesante su empleo en David, texto similar a una parábola, en el que las figuras del creador y de la obra se desplazan del binomio inicial escultor-escultura, al final de tiempo-escultor.      
                Es clara la voluntad de Alejandro Susti de mostrar una voz que se aleje del discurso hegemónico de la poesía peruana de las últimas décadas, el conversacional. A través de sus citas se inserta en una tradición de escritores recientes que también buscaron otros caminos (López Degregori, Chirinos, Watanabe) y que representaron un contrapeso a la producción de influencia horazeriana. En sus versos, las marcas de la oralidad (principalmente las apelaciones a los interlocutores) se difuminarían en una poética de símbolos e imágenes. Sin embargo, dicha voz aún no habría adquirido el suficiente vigor para distinguirse. A pesar de sus aciertos, hay en el poemario una monotonía que le impide trascender: el registro es bastante plano y la longitud de los poemas casi siempre la misma. De todas formas, la poesía de Susti es un referente interesante del medio local, del que ya se podría esperar mayores riesgos.    

jueves, 29 de marzo de 2012

Una gran generación de niños



Por: Jesús Jara




Éramos unos niños 
Patti Smith.

1

I have made the big decision
I'm gonna try to nullify my life
-The Velvet Underground-

“Patti, ¿nos la ha jugado el arte?” (Pág. 291).

La personalidad de ambos, así como ese objetivo compartido, muy bien puede sintetizarse con la pregunta formulada por Robert a Patti líneas arriba. Y es que desde el día en que se conocieron -acaso porque el destino lo quiso así- se mantuvieron firmes con lo que siempre buscaron ser: artistas.
¿Pero quiénes han sido Patti Smith y Robert Mapplethorpe? A la primera, la conocemos; al segundo, con un poco de investigación, de igual modo. Aquí un vídeo que nos permitirá tener una imagen de ambos.



Poeta, compositora, pintora, modelo y actriz de paso, Patti Smith aprovecha sus conocimientos de composición y estructura para entregarnos un libro de memorias realmente exquisito. El nivel de lenguaje es neutral, ni termina siendo lírico, como quizá era de esperarse, ni mucho menos prosaico. El lenguaje es propio de la naturaleza del libro: lleno de vitalidad, de humor, hechura de modelos que la propia Patti Lee no se cansa en exponer,  así como también momentos expresados por el silencio ante una separación de pareja, o perplejidad ante las muertes que se suceden una tras otra. Todo un primer mérito de la autora.

She says, hey babe, take a walk on the wild side
Said, hey honey, take a walk on the wild side.
-Lou Reed-

Y como si hubieran escuchado la canción de Lou Reed en la etapa próxima y decisiva de sus vidas, Patti y Robert decidieron dar el paso al lado salvaje. Tuvieron que soportar no solo el hambre, sino toda la marginalidad de los años finales de los 60’s e inicios de los 70’s. Soportar el estómago vacío por largas temporadas, deambular por las calles neoyorquinas buscando algo de comer entre los restos de basura, encontrar el lugar donde dormir y hacer su arte sin dinero alguno, aprender a resignarse a trabajos esporádicos y, en su mayoría, ajenos a sus espíritus libres. Cuando el dinero escaseó, Robert encuentra en la prostitución la única salida, ya que era preferible ello a dejar sin alimentar a la mujer a la que agradeció hasta en sus últimos días de vida.

Nueva York es la cosa que me sedujo
Nueva York es la cosa que me formó
Nueva York es la cosa que deformó
Nueva York es la cosa que me pervirtió
Nueva York es la cosa que me convirtió
Nueva York es también la cosa que hago.

A las palabras de Patti se le podría adjuntar el segundo coro de la canción de Lou Reed: “New York city is the place where they said / hey babe, take a walk on the wild side / I said, hey Joe, take a walk on the wild side". El binomio entre hombre-ciudad, en este libro, dará como producto a una gran cantidad de personajes que nuestra memoria luchará por recordar. No solo tendremos a la Patti Smith como cantante, o al mismo Robert Mapplethorpe como fotógrafo reconocido, sino también a los míticos Jimi Hendrix, Andy Warhol, Janis Joplin, Bob Dylan, Allen Ginsberg, William Burroughs, entre otros. Ya sea por asimilación o por rechazo a lo establecido –que se puede encontrar en los diferentes registros creativos de los personajes señalados-, New York será el lugar acaso idílico para todo joven que desea formar parte de la onda generacional que se vive y se siente.

Tanto Patti como Robert son casi ajenos a todo el movimiento que empieza a gestarse en la capital norteamericana. “Cuando me interné en el denso ambiente psicodélico de Saint Mark’s Place, no estaba preparada para la revolución que ya se había iniciado (…) Deambulaba por una tupida telaraña de conciencia cultural que no sabía que existía” (Pág., 45). Pero una vez ingresado en tal mundo, es donde se inicia la vida como sinónimo de arte, como un arte propio o endémico de tales años. Ser artista, ser una beatnik, fue quizá uno de los sueños más locos, pero uno de los más vitales que tuvo gran parte de la juventud. A pesar de todas las vicisitudes por las que tuvieron que pasar, Patti y Robert lograron sobrevivir, teniendo como acompañantes fieles a la música -¡y qué música!-, sus respectivos artes y, desde luego, al amor/confianza que sentían el uno al otro. Por lo que prestando atención a la pregunta inicial de esta reseña, la respuesta está muy vinculada con sus propias vidas. El arte lo personifican ellos mismos (músicos, poetas, escritores, pintores, etc.). Ser como uno realmente es, atendiendo a su más honda naturaleza, ya era arte. Vivir por y para el arte: epítome de los valientes, de los más aguerridos corazones.

2

Trumpets, violins, I hear them in the distance
And my skin emits a ray, but I think it's sad, it's much too bad
That our friends can't be with us today.
-Patti Smith-

El libro, con toda su jovialidad y humor que despierta, presenta un personaje intruso, comúnmente inoportuno y que genera molestia y tristeza: la muerte. Desde las primeras páginas, la muerte de Robert no solo es más que un grano de arena, un ejemplo de todo un mundo. A él lo anteceden y preceden, las muertes de John Coltrane (compositor de Jazz), John F. Kennedy, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Eddie Sedgwick (actriz y modelo), Jim Morrison, Andy Warhol, así como los asesinatos en serie a cargo de Charles Manson… es decir, todos aquellos íconos que influenciaron a muchos miembros de la misma generación y de las posteriores hasta el día de hoy, un grupo de figuras irremplazables que en este libro encuentra, acaso, su tardío, pero justo y necesario homenaje compartido. No olvidemos que la década del 70 tenía consigo a las drogas, al sexo y al sida. De ahí que esta última sea la causante de la muerte de Robert y de su pareja sentimental, Sam Wagstaff, el mecenas que le permitió acceder al mundo que Robert quiso ingresar desde un principio, no por dinero o cuestión material, sino por reconocimiento únicamente del arte, de su arte. Ambos, a pesar de la muerte del polifacético fotógrafo, lograron sobrevivir.

“Muchos no sobrevivirían (…) Otros sucumbieron a las drogas y a los infortunios. Derribados, a un paso del estrellado que tanto deseaban, estrellas deslustradas caídas del cielo (…) No siento ninguna necesidad de justificarme por ser una de las pocas sobrevivientes. Habría preferido verlos triunfar a todos, que alcanzar el éxito” (Pág. 226).

Ser artista, por lo tanto, también era luchar no solo contra la vida, sino también contra la muerte. Muy a su pesar, ambos descubrieron que ser artistas era un camino realmente difícil, donde la entrega total es obligación. “¿En qué estabas pensado? –le pregunté (Patti). –Yo no pienso –insistió-. Siento (Robert)”. Pues de eso se trata, de sentir a través de sus vidas entregadas al arte.

“¿Adónde conduce todo? ¿En qué nos convertiremos? Aquellas eran nuestras preguntas de juventud, y el tiempo nos reveló las respuestas” (Pág. 91). Y la respuesta a estas preguntas, es otra pregunta que se encuentra en la página 149: “¿Quién conoce el corazón de la juventud salvo la propia juventud?”.

3

I’m the freedom man
I’m the freedom man
I’m the freedom man
That’s how lucky I am
-Jim Morrison-

En el libro encontramos la mejor descripción del épico Hotel Chelsea, situado entre la Sétima y Octava avenida, en el 222 Oeste de la calle 23, tuvo como hospedados a los más grandes personalidades del mundo artístico. Otro mérito del libro: un documental de toda la época.

“El hotel es un refugio desesperado pero animado para montones de jóvenes con talento de todas las capas sociales. Guitarristas callejeros y bellezas drogadas con vestidos victorianos. Poetas heroinómanos, dramaturgos, cineastas arruinados y actores franceses. Todas las personas que pasan por aquí son alguien, aunque no sean nadie en el mundo exterior” (Pág. 103).

Regentado por la familia Bard, era sabido que bastaba mostrar tu arte para que el dueño se apiadara de uno y lo dejara hospedarse. Esta fue la garantía para que Patti y Robert pudieran ingresar a este mágico lugar, tan valorado y simbólico que la primera lo consideró como su universidad de donde aprendió a dar forma sus impulsos creativos. Importante la relación amical que mantiene con el poeta beat Gregory Corso, quien la anima a seguir escribiendo y quien fue el primer garante de sus poemas para ser leídos a los demás. También la aparición de Allen Ginsberg es muy importante en su formación. Incluso el encuentro es uno de los pasajes más humorísticos del libro. La cabeza de la generación beat quería conquistar a ese hombre delgaducho y de cabello desordenado que vio en unas escaleras, lo invita a comer algo y descubre que el muchacho es fémina. “Te había tomado por un chico bello” (Pág. 136).

Así como el Hotel Chelsea, se hará mención a otros lugares importantes que marcaron la pauta generacional de la época. Tenemos The Factory, el estudio de arte que Andy Warhol fundó para transmitir todo su pop-art. Así como el Max's Kansas City, un nightclub donde recayó todo el séquito de Warhol –Lou Reed menciona a ciertos personajes del entorno para configurar su Walk on the Wilde side-. Bohemios, cineastas, pintores, actores, modelos, fotógrafos, músicos, y un largo etcétera, todos marcaron un antes y un después en tal establecimiento. Es en este lugar donde Patti Smith cantará sus primeras canciones más adelante, cuando luego de unos recitales poéticos, acompañada por su siempre guitarrista y amigo Lenny Kaye, le llega el éxito y la fama. Otros lugares de mención es el CBGB, club donde Patti y sus primeros miembros de la banda que con los años daría forma final, empieza a actuar en público.  

Si tuviéramos que comparar la vida que se daba por aquel entonces, pues tendríamos que decir que era igual que un viernes o sábado por la noche en los bares del centro de Lima, aunque claro está, vividos al 200% o más.

4

If I could make the world as pure
And strange as what I see
-The Velvet Underground-



Pero acaso lo que más llame la atención es la relación que tienen Patti y Robert. ¿Estaba signado que en algún momento se tendrían que conocer? Al parecer, sí. La autora toma la voz narrativa para compartir experiencias tanto suyas como las de Robert. La alternancia de los pasajes de cada personaje ayuda a configurar a la mejor comprensión de las actitudes de cada uno. Ambos, desde niños, fueron muy cristianos, acaso Patti más que Robert, quien, suavemente, le increpa “Entonces hablabas de dar la mano a Dios. Recuerda que, en todo lo que has pasado, siempre has ido de esa mano. Cógela fuerte, Robert, y no la sueltes” (Pág. 292), en la última carta que le escribe.




Desde el día en que el destino, o el arte, les permitieron conocerse el uno al otro, estrecharon un gran vínculo de confianza. Cada uno había encontrado su otra parte. Solo ellos entendían el lenguaje, no solo artístico, sino humano de cada uno. Se amaron verdaderamente, se entregaron de forma recíproca. “Patti, nadie ve como nosotros, me dijo” (Pág. 92). Pero pasado un tiempo, la separación. A pesar del dolor, de la distancia, de parejas diferentes, de caminos distintos, esta separación hace que los dos puedan conocerse mejor, facilita el autoconocimiento de cada uno. Asimismo, la distancia ratificará el amor que se sienten. Sin embargo, y teniendo en cuenta que hubo reencuentros amorosos y sexuales entre los dos, el tiempo les permitió algo más: saber que mi pareja, ante todo, es mi gran amigo. Y, tal vez, es lo que fueron y buscaron desde su infancia. Más que amor, que lo hubo, existió una gran amistad entre los dos. Una como poeta, otro como fotógrafo, la ayuda del otro contribuyó a que el arte de cada uno ebullicione a grado máximo. El camino más difícil lo tuvo Robert, quien mediante sus fotografías e instalaciones escandalizó al conservadurismo y puritanismo que aún se vivía en aquellos años.



La homosexualidad, un modo de libertad desde luego, no era considerada como un tema artístico en los museos. Sin embargo, Robert expone sus trabajos en uno, consiguiendo la valoración y el respeto posteriores. No olvidemos, además, que la obra de Robert tuvo varias etapas, desde un cristianismo heredero de su años mozos, pasando por un estilo satánico, una línea bizarra –presencia de hermafroditas, microcéfalos, hermanas siamesas, etc.- entre otras, llegando al tema del cuerpo masculino, a la homosexualidad como armonía y geometría, y,  descansando inexplicable y raramente, en varias fotos de flores a colores. ¿Quién podía entender todo ello sinceramente? Pues su fiel amiga, su fiel compañera, a la que regaló la última foto que llegó a tomar: la de Patti y su segunda hija, Jesse (Es curioso que la autora no haya profundizado o detallado la relación su esposo, así como lo hizo con relaciones que tuvo como la de Robert o Sam Shepard. Solo lo resume de esta manera: “Del hombre que se convertiría en mi marido, solo deseo decir que era un rey entre los hombres y los hombres lo conocían” (Pág. 279).
Libro de amigos, libro de libertad, libro de artistas. De verdaderos artistas.




Patti Smith, Wild Leaves, canción que la cantautora escribió para su fiel amigo.