miércoles, 29 de agosto de 2012

Notas sobre Breve historia de la lírica inglesa de Cristhian Briceño




Por: Mateo Díaz Choza

La impresión que suscita un primer acercamiento a la poesía de Cristhian Briceño suele ser la del asombro. Asombro por el extremo cuidado del lenguaje, asombro por la vasta red de referencias literarias que abarca, asombro por la meditada y planificada concepción del texto como un conjunto orgánico. En Breve historia de la lírica inglesa (Paracaídas editores, 2012), su primer poemario, todas estas características se pueden apreciar con absoluta claridad. Es esta una apuesta que se halla a gusto en la tradición poética nacional; representante de una corriente que si bien no numerosa, se perfila como heredera de nuestros autores más importantes. Sin embargo, la lírica de Briceño también se emparenta con la de algunos escritores latinoamericanos —Borges (gran conocedor de la literatura inglesa), Martín Adán u Octavio Paz, por citar algunos ejemplos—; en la medida que se asume sin temores como parte de la tradición occidental (el título es una clara muestra de ello) e, incluso en algunos momentos, de la cultura de Oriente. El afán de universalidad siempre será polémico en naciones como la nuestra[1]. Si bien se puede afirmar que el texto aludido no se inmiscuye en las definiciones de la nacionalidad, al modo de Comentarios reales de Antonio Cisneros o Cementerio general de Tulio Mora; sí plantea el problema de la identidad desde la perspectiva del idioma: la utilización de formas tradicionales y la adopción, en ciertos pasajes, de un lenguaje arcaizante denota una consciencia marcada de la pertenencia a una comunidad lingüística, los hablantes de la lengua castellana.


Breve historia de la lírica inglesa nos remite a un proyecto, en apariencia similar: Breve historia de la música, el poemario publicado por Eduardo Chirinos en el 2001. Ambos plantean una estructura similar, ya que en el primero se toma como tema de cada poema a un poeta inglés; mientras que en el último, una pieza de la tradición de la música clásica occidental. No obstante, la diferencia más visible es que, mientras el poemario de Chirinos organiza los textos en base a un criterio cronológico de las obras referidas, este no puede aplicarse en sentido estricto al poemario de Briceño. Así, por ejemplo, Dylan Thomas (autor del siglo XX) se codea con autores bastante anteriores como Ben Jonson o Samuel Taylor Coleridge; mientras que Walter Ralegh, el autor que cierra el texto, es anterior al que lo inicia, John Donne. De este modo, es evidente que la concepción de historia empleada no busca corresponderse con la historiografía, ni aspira establecer una ordenación científica. Por el contrario, esta quedaría supeditada a la propia coherencia interna de los poemas, relegada a un criterio eminentemente estético. Si bien se realiza un homenaje a algunos de los representantes más connotados de la poesía inglesa —que se haría extensivo a toda su literatura—, el tema elegido no parece ser, por momentos, más que un motivo que el autor toma para poder dar rienda suelta al flujo poético. Las veintitrés voces que componen el poemario, aunque se diferencian en algunos casos por el estilo empleado, son una sola que comparte la misma actitud contemplativa frente a un mismo problema fundamental: la iluminación poética. En el tratamiento de dicho tema ingresan, por supuesto, otros tópicos de la tradición literaria. De ese modo, la inspiración tiende a mimetizarse con la trascendencia amorosa o con la llegada inminente de la muerte.

Una vez que se supera la alta valla del lenguaje y se atraviesa la tupida red intertextual, la poesía de Briceño muestra el que parece ser su propósito final: la creación y la representación de la belleza. Se menciona al término del poema inicial: “Te he dicho, y no te he dicho sino ausencias, / El dolor con su olor que hiede el coro. / Y, ya ves, / Mi lumbre alterno / Con temporadas / Sumido en la melaza del hastío”. Es signo de la poesía moderna, pero también está presente en parte de los autores clásicos, la conciencia de las propias limitaciones de la palabra: la vida se yergue ante uno y el lenguaje no puede sino falsificarla, otorgar una pálida copia de esta realidad. Por eso, la voz se resigna a decir “ausencias” y el contenido deja de ser importante. Sin embargo, entre las temporadas del hastío también aflora la “lumbre”, la inspiración, que ya no pretende —como en las épocas en que el lenguaje era sagrado— actualizar realidades en sí mismas, trozos de verdad; pero sí nos presenta la ofrenda más alta que puede obsequiarnos: su propia armonía.

Es evidente que detrás de esta “voz inspirada”, se encuentra la realización de un trabajo consciente del lenguaje. Es notable, como afirma Elio Vélez Marquina en las Palabras liminares, el dominio del ritmo verbal: a menudo fuertemente identificado con la tradición métrica clásica, por momentos transitando los límites del verso libre; pero siempre desde una cadencia contenida, opuesta a los tiempos trepidantes y agitados de buena parte de la producción contemporánea nacional. Es que la belleza de su poesía tiene un marcado clasicismo, una búsqueda de la armonía, un paulatino dominio de las tensiones. La medida los versos no representa un impedimento. Por el contrario, el autor se siente cómodo entre sus normativas, de manera tal que hace recordar a la voz lírica del segundo poema, sobre Alexander Pope. Dice el texto: “Frota un gajo de naranja / Contra tu lengua y dime / Si no es más amplia esta cárcel / Que arropa al océano y las tempestades”. Así, las limitaciones del verso medido, la “cárcel” del mundo en el poema, serían lo suficientemente generosas para que el poeta pueda representar aquello que quiera decir, sus propios “océanos” y “tempestades”. El contacto frecuente con la estricta métrica clásica hace que, al pasar a las formas más libres, la poesía de Briceño mantenga un molde armónico y equilibrado, lo que vuelve el tránsito entre ambos registros casi imperceptible.

Otro elemento importante de Breve historia de la lírica inglesa es el manejo magistral de la sintaxis, que se contrae o se expande a lo largo de los poemas: de corte más barroco en los primeros, de transparencia y limpidez penetrante en los textos que remiten a los autores más modernos. Los ejemplos del primer caso abundan y sería ocioso reiterarlos, baste la revisión de cualquiera de los poemas breves en los que se emplean estrofas tradicionales castellanas. Del segundo, es muestra suficiente el escrito sobre D. H. Laurence, en el que un motivo (“Dejarse caer sin palabras”) se expone dos veces: la inicial con absoluta sencillez, mientras en la final se insertan toda clase de incisos y complejidades metafóricas. Por último, el hipérbaton —la deliberada alteración del orden habitual de las palabras en una frase, sin que por ello cambie su significado— se convierte en el recurso empleado para que el lenguaje, incluso en los pocos momentos en que se vuelve sencillo y cotidiano, adquiera un carácter inconfundiblemente poético; como en la composición dedicada a Seamus Heaney: “No hay certezas / en mi corazón. / La belleza de los días / no la ignoro, / pero no me preguntes por ella”.

El poemario parte de una ficción, un acuerdo que el lector debe aceptar para ingresar al texto y disfrutarlo en todas sus posibilidades. El abundante material paratextual (dígase títulos, notas a pie de página e incluso algunos epígrafes) funciona como una guía, al otorgar muchas veces información que ayuda a comprender los referentes de los poemas. El carácter ficticio radica en que no es relevante si las notas son rigurosamente ciertas, sino que su presencia se halle acorde a los contenidos que glosan. Algunas de estas, al brindar fechas históricas precisas, o el propio título del poemario, al simular la presentación de un material de rigor académico, pueden inducirnos a creer que se tiene entre las manos un material “verídico”. Sin embargo, no se debe confundir el carácter literario, propio de un texto lírico, con el de otro tipo; ni una verdad científica, con una verdad poética. Por otro lado, es curiosa la forma en que los títulos —informativos sobre las obras o vidas de los autores referidos, redactados en un estilo prosaico y con una extensión desmesurada (que guarda ciertas similitudes con la escritura de Antonio Cisneros) — complementan los contenidos de los poemas. La descripción de los autores ingleses llega a ser por momentos muy cercana, casi familiar, probablemente con el objetivo de que el lector se atreva a ingresar en el mundo de estas figuras de la literatura universal, que han sido tan endiosadas y alejadas de las situaciones cotidianas. De ese modo, todo este material “prescindible” no establece el sustento teórico de la obra (como en el caso de La tierra baldía de Eliot); sino una relación lúdica entre obra y lector, más semejante a las famosas citas de textos fabulados por Borges o a la particular recreación de la realidad de Ricardo Palma, regidas ambas no por criterios de verdad histórica, sino por su verosimilitud. No obstante esto último, la presencia de las notas cumple una función bastante delimitada y puntual que evidencia la filiación clásica de su autor: la voluntad que el texto pueda ser entendido de la mejor manera por sus lectores, la demostración que cada acertijo pacientemente preparado lleva hacia una respuesta que a la larga será revelada.

Breve historia de la lírica inglesa es, paradójicamente, un breve recuento de las formas estróficas más importantes de la poesía castellana. A lo largo del poemario se emplean formas tradicionales como el pie quebrado, la espinela (en que se evidencia, por el tono y la dicción, el magisterio de Martín Adán), la silva, el soneto; para llegar finalmente a utilizar otras, que se incorporaron mucho después a nuestra lengua, como el haiku o el verso libre. De ello se desprende que el lenguaje de Briceño no es imitativo, pues recrea una tradición foránea sin calcar sus particularidades de forma mecánica, sino adaptándolas a los recursos que le son propios. Así el conocimiento de lo ajeno redunda en el descubrimiento de lo propio, la travesía se completa y el círculo se cierra. Más allá de sus vestiduras —ya sean suntuosas, ya sobrias—, su escritura se orienta a un asunto primordial, la propia creación poética, el modo para trascender la “melaza del hastío”. Este carácter autorreflexivo se entronca con la gran tradición de la literatura occidental (y en el Perú, pensemos nuevamente en Martín Adán) y marca el derrotero de la propuesta de Briceño. Su poesía se encuentra en la encrucijada de una verdad inhallable, una lumbre efímera; y en sus mejores momentos, cuando la técnica deja de ser una obsesión de aislada perfección, parece decirnos con voz, teñida de sabia resignación, que el camino recorrido puede ser tan meritorio y significativo como la meta misma. Sean estas palabras una invitación a escucharla y propicien el emprendimiento de esta difícil travesía que, sin embargo, sabrá recompensarnos generosamente.








Texto leído en la presentación del libro. 
[1] Recuérdese el célebre debate que sostuvieron al respecto José María Arguedas y Julio Cortázar.


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