Por: Mateo Díaz Choza
La impresión que suscita un primer
acercamiento a la poesía de Cristhian Briceño suele ser la del asombro. Asombro
por el extremo cuidado del lenguaje, asombro por la vasta red de referencias
literarias que abarca, asombro por la meditada y planificada concepción del
texto como un conjunto orgánico. En Breve
historia de la lírica inglesa (Paracaídas editores, 2012), su primer poemario, todas estas
características se pueden apreciar con absoluta claridad. Es esta una apuesta
que se halla a gusto en la tradición poética nacional; representante de una
corriente que si bien no numerosa, se perfila como heredera de nuestros autores
más importantes. Sin embargo, la lírica de Briceño también se emparenta con la
de algunos escritores latinoamericanos —Borges (gran conocedor de la literatura
inglesa), Martín Adán u Octavio Paz, por citar algunos ejemplos—; en la medida
que se asume sin temores como parte de la tradición occidental (el título es
una clara muestra de ello) e, incluso en algunos momentos, de la cultura de
Oriente. El afán de universalidad siempre será polémico en naciones como la
nuestra[1]. Si bien se puede afirmar
que el texto aludido no se inmiscuye en las definiciones de la nacionalidad, al
modo de Comentarios reales de Antonio
Cisneros o Cementerio general de
Tulio Mora; sí plantea el problema de la identidad desde la perspectiva del
idioma: la utilización de formas tradicionales y la adopción, en ciertos
pasajes, de un lenguaje arcaizante denota una consciencia marcada de la
pertenencia a una comunidad lingüística, los hablantes de la lengua castellana.
Breve
historia de la lírica inglesa
nos remite a un proyecto, en apariencia similar: Breve historia de la música, el poemario publicado por Eduardo
Chirinos en el 2001. Ambos plantean una estructura similar, ya que en el
primero se toma como tema de cada poema a un poeta inglés; mientras que en el
último, una pieza de la tradición de la música clásica occidental. No obstante,
la diferencia más visible es que, mientras el poemario de Chirinos organiza los
textos en base a un criterio cronológico de las obras referidas, este no puede
aplicarse en sentido estricto al poemario de Briceño. Así, por ejemplo, Dylan
Thomas (autor del siglo XX) se codea con autores bastante anteriores como Ben
Jonson o Samuel Taylor Coleridge; mientras que Walter Ralegh, el autor que
cierra el texto, es anterior al que lo inicia, John Donne. De este modo, es
evidente que la concepción de historia empleada no busca corresponderse con la
historiografía, ni aspira establecer una ordenación científica. Por el
contrario, esta quedaría supeditada a la propia coherencia interna de los
poemas, relegada a un criterio eminentemente estético. Si bien se realiza un
homenaje a algunos de los representantes más connotados de la poesía inglesa —que
se haría extensivo a toda su literatura—, el tema elegido no parece ser, por
momentos, más que un motivo que el autor toma para poder dar rienda suelta al
flujo poético. Las veintitrés voces que componen el poemario, aunque se
diferencian en algunos casos por el estilo empleado, son una sola que comparte
la misma actitud contemplativa frente a un mismo problema fundamental: la
iluminación poética. En el tratamiento de dicho tema ingresan, por supuesto,
otros tópicos de la tradición literaria. De ese modo, la inspiración tiende a
mimetizarse con la trascendencia amorosa o con la llegada inminente de la
muerte.
Una vez que se supera la
alta valla del lenguaje y se atraviesa la tupida red intertextual, la poesía de
Briceño muestra el que parece ser su propósito final: la creación y la representación
de la belleza. Se menciona al término del poema inicial: “Te he dicho, y no te
he dicho sino ausencias, / El dolor con su olor que hiede el coro. / Y, ya ves,
/ Mi lumbre alterno / Con temporadas / Sumido en la melaza del hastío”. Es
signo de la poesía moderna, pero también está presente en parte de los autores
clásicos, la conciencia de las propias limitaciones de la palabra: la vida se
yergue ante uno y el lenguaje no puede sino falsificarla, otorgar una pálida
copia de esta realidad. Por eso, la voz se resigna a decir “ausencias” y el
contenido deja de ser importante. Sin embargo, entre las temporadas del hastío
también aflora la “lumbre”, la inspiración, que ya no pretende —como en las
épocas en que el lenguaje era sagrado— actualizar realidades en sí mismas,
trozos de verdad; pero sí nos presenta la ofrenda más alta que puede
obsequiarnos: su propia armonía.
Es evidente que detrás de
esta “voz inspirada”, se encuentra la realización de un trabajo consciente del
lenguaje. Es notable, como afirma Elio Vélez Marquina en las Palabras liminares, el dominio del ritmo
verbal: a menudo fuertemente identificado con la tradición métrica clásica, por
momentos transitando los límites del verso libre; pero siempre desde una cadencia
contenida, opuesta a los tiempos trepidantes y agitados de buena parte de la
producción contemporánea nacional. Es que la belleza de su poesía tiene un
marcado clasicismo, una búsqueda de la armonía, un paulatino dominio de las
tensiones. La medida los versos no representa un impedimento. Por el contrario,
el autor se siente cómodo entre sus normativas, de manera tal que hace recordar
a la voz lírica del segundo poema, sobre Alexander Pope. Dice el texto: “Frota
un gajo de naranja / Contra tu lengua y dime / Si no es más amplia esta cárcel
/ Que arropa al océano y las tempestades”. Así, las limitaciones del verso
medido, la “cárcel” del mundo en el poema, serían lo suficientemente generosas
para que el poeta pueda representar aquello que quiera decir, sus propios
“océanos” y “tempestades”. El contacto frecuente con la estricta métrica
clásica hace que, al pasar a las formas más libres, la poesía de Briceño
mantenga un molde armónico y equilibrado, lo que vuelve el tránsito entre ambos
registros casi imperceptible.
Otro elemento importante de
Breve historia de la lírica inglesa
es el manejo magistral de la sintaxis, que se contrae o se expande a lo largo
de los poemas: de corte más barroco en los primeros, de transparencia y
limpidez penetrante en los textos que remiten a los autores más modernos. Los
ejemplos del primer caso abundan y sería ocioso reiterarlos, baste la revisión
de cualquiera de los poemas breves en los que se emplean estrofas tradicionales
castellanas. Del segundo, es muestra suficiente el escrito sobre D. H.
Laurence, en el que un motivo (“Dejarse caer sin palabras”) se expone dos
veces: la inicial con absoluta sencillez, mientras en la final se insertan toda
clase de incisos y complejidades metafóricas. Por último, el hipérbaton —la
deliberada alteración del orden habitual de las palabras en una frase, sin que
por ello cambie su significado— se convierte en el recurso empleado para que el
lenguaje, incluso en los pocos momentos en que se vuelve sencillo y cotidiano, adquiera
un carácter inconfundiblemente poético; como en la composición dedicada a
Seamus Heaney: “No hay certezas / en mi corazón. / La belleza de los días / no
la ignoro, / pero no me preguntes por ella”.
El poemario parte de una
ficción, un acuerdo que el lector debe aceptar para ingresar al texto y
disfrutarlo en todas sus posibilidades. El abundante material paratextual
(dígase títulos, notas a pie de página e incluso algunos epígrafes) funciona
como una guía, al otorgar muchas veces información que ayuda a comprender los
referentes de los poemas. El carácter ficticio radica en que no es relevante si
las notas son rigurosamente ciertas, sino que su presencia se halle acorde a
los contenidos que glosan. Algunas de estas, al brindar fechas históricas
precisas, o el propio título del poemario, al simular la presentación de un
material de rigor académico, pueden inducirnos a creer que se tiene entre las
manos un material “verídico”. Sin embargo, no se debe confundir el carácter
literario, propio de un texto lírico, con el de otro tipo; ni una verdad
científica, con una verdad poética. Por otro lado, es curiosa la forma en que
los títulos —informativos sobre las obras o vidas de los autores referidos, redactados
en un estilo prosaico y con una extensión desmesurada (que guarda ciertas
similitudes con la escritura de Antonio Cisneros) — complementan los contenidos
de los poemas. La descripción de los autores ingleses llega a ser por momentos
muy cercana, casi familiar, probablemente con el objetivo de que el lector se
atreva a ingresar en el mundo de estas figuras de la literatura universal, que
han sido tan endiosadas y alejadas de las situaciones cotidianas. De ese modo,
todo este material “prescindible” no establece el sustento teórico de la obra
(como en el caso de La tierra baldía
de Eliot); sino una relación lúdica entre obra y lector, más semejante a las
famosas citas de textos fabulados por Borges o a la particular recreación de la
realidad de Ricardo Palma, regidas ambas no por criterios de verdad histórica,
sino por su verosimilitud. No obstante esto último, la presencia de las notas
cumple una función bastante delimitada y puntual que evidencia la filiación
clásica de su autor: la voluntad que el texto pueda ser entendido de la mejor
manera por sus lectores, la demostración que cada acertijo pacientemente
preparado lleva hacia una respuesta que a la larga será revelada.
Breve
historia de la lírica inglesa
es, paradójicamente, un breve recuento de las formas estróficas más importantes
de la poesía castellana. A lo largo del poemario se emplean formas
tradicionales como el pie quebrado, la espinela (en que se evidencia, por el
tono y la dicción, el magisterio de Martín Adán), la silva, el soneto; para
llegar finalmente a utilizar otras, que se incorporaron mucho después a nuestra
lengua, como el haiku o el verso libre. De ello se desprende que el lenguaje de
Briceño no es imitativo, pues recrea una tradición foránea sin calcar sus
particularidades de forma mecánica, sino adaptándolas a los recursos que le son
propios. Así el conocimiento de lo ajeno redunda en el descubrimiento de lo
propio, la travesía se completa y el círculo se cierra. Más allá de sus
vestiduras —ya sean suntuosas, ya sobrias—, su escritura se orienta a un asunto
primordial, la propia creación poética, el modo para trascender la “melaza del
hastío”. Este carácter autorreflexivo se entronca con la gran tradición de la
literatura occidental (y en el Perú, pensemos nuevamente en Martín Adán) y
marca el derrotero de la propuesta de Briceño. Su poesía se encuentra en la
encrucijada de una verdad inhallable, una lumbre efímera; y en sus mejores
momentos, cuando la técnica deja de ser una obsesión de aislada perfección,
parece decirnos con voz, teñida de sabia resignación, que el camino recorrido puede
ser tan meritorio y significativo como la meta misma. Sean estas palabras una
invitación a escucharla y propicien el emprendimiento de esta difícil travesía
que, sin embargo, sabrá recompensarnos generosamente.
Texto leído en la presentación del libro.
[1] Recuérdese el célebre debate que sostuvieron al respecto José María Arguedas y Julio Cortázar.
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