Por: Mateo Díaz Choza
A pesar de que
en sus orígenes el mito griego estuvo ligado a la religión, con códigos y
funciones muy distintas a las literarias, es indudable que su legado principal
ha sido un conjunto nada reducido de relatos memorables. Desde los latinos, las
generaciones posteriores acumularon dicho material hasta que se consolidó en la
tradición denominada “clásica”, que ha tenido y aún tiene (aunque de una manera
menos abrumadora que hace unos siglos) una persistencia determinante en la
creación artística occidental. Una de las razones de esta pervivencia ha sido
su posibilidad de renovarse, redefinirse y adaptarse a nuevos contextos
culturales; no siempre manteniendo in
strictu sensu el mito original, pero sí tomándolo como modelo para la
formación de nuevas creaciones. Su presencia no se restringe a los ámbitos
académicos o de la élite; incluso la cultura de masas, al tomar a un personaje
como Frankestein, se convierte en el eslabón culminante de una cadena que tiene
entre sus precedentes a la obra literaria de Mary Shelley y al mito de
Prometeo.
El objetivo de este breve ensayo es señalar dos tipos de representaciones
de la mujer dentro de la tragedia griega[1].
Se parte de la tradición trágica porque, a diferencia de la épica, sus modelos
femeninos tienden con mayor frecuencia a un elemento que será analizado más
adelante: la transgresión. Las mujeres más celebradas de los cantos homéricos
tienen poca influencia, a partir de sus acciones, en el devenir de las
historias de las que forman parte. Esto es más obvio en el caso de Penélope, a quien
se describe en una perpetua espera; mientras que en el caso de Helena, su rapto
—consecuencia de los celos y vanidades de tres diosas del Olimpo— aparece casi
como una excusa para iniciar la invasión a Troya. Otro matiz tiene su
representación en Las troyanas de
Eurípides, donde se la describe abiertamente como una traidora, que huye con
Paris sin importarle la fidelidad debida a Menelao ni las consecuencias que
podían generar sus actos. Si bien el mito es el mismo, el énfasis es muy
diferente en el tratamiento del escritor trágico. El caso de Helena no está
aislado, ya que en la tragedia abundan las mujeres transgresoras (Medea,
Electra o Fedra, entre otras). Las causas de este hecho no son del todo claras.
Si bien se podría aducir que el género épico implica la narración de la gesta
de un pueblo, en el que no cabría la descripción pormenorizada del pathos individual; no se podría
generalizar del todo dicho argumento ya que habrían casos (p. ej. la Odisea) en el que el relato se centraría
en el destino de un sujeto. Lo más probable es que la propia naturaleza de los acontecimientos
de la épica, principalmente militares y heroicos, no dieron mucha cabida a
desarrollar los personajes femeninos; mientras que la estructura de la
tragedia, al hacer del súbito infortunio individual su centro, podía ser más
permeable a la mencionada temática. Sea o no por dichas razones, los trágicos
griegos, especialmente Eurípides, se interesaron en gran medida por la
representación de los destinos femeninos.
***
El primer
personaje a tratar es el de Antígona. Es hija de Edipo y Yocasta, así como prometida
de Hemón y hermana de quienes murieron disputándose el gobierno tebano —Eteocles
y Polinices—. Se enfrenta al rey de Tebas, su tío Creonte, para transgredir el
edicto que este había dictaminado: no enterrar a Polinices. Por su rebeldía,
Antígona es encarcelada y muere en prisión. Si bien la representación más
completa y célebre corresponde a las dos últimas tragedias de la trilogía tebana
de Sófocles (Edipo en Colona y Antígona), también aparece en Los siete contra Tebas de Esquilo y Las fenicias de Eurípides. La obra de
Esquilo sienta las bases que configuran al personaje: a partir de la muerte de
sus dos hermanos, la heroína decide que ambos merecen ser enterrados y recibir
los ritos que corresponden a su condición. Su participación es secundaria, ya
que solamente aparece una vez muertos los dos combatientes, al final de la
obra. El gran acierto de Sófocles fue desarrollar el personaje, darle hondura y
relevancia. En la primera tragedia, Antígona es quien acompaña a su padre Edipo
al exilio en Colono. La lealtad y la piedad son los móviles de sus actos, no
solamente respecto de su progenitor, sino también de Polinices.
ANTÍGONA.—Polinices, te ruego que me hagas caso en una cosa.
POLINICES.—Oh queridísima, ¿en cuál, Antígona? Explícate.
ANTÍGONA.—Cuanto antes te sea posible vuelve el ejército a Argos y no
acabes contigo y con la ciudad.
POLINICES.—Pero es que ello no es posible, pues ¿cómo conseguiría
volver a arrastrar otra vez en el futuro el mismo ejército cuando esta mi
retirada será de efectos definitivos?
ANTÍGONA.— ¿Pero qué falta hace que vuelvas a enfadarte, mi niño? ¿Qué
ventaja obtienes con destruir la patria?
POLINICES.— Es vergonzoso huir y que yo, que soy el mayor, sea
ridiculizado así sin más por nuestro hermano.
ANTÍGONA.— ¿Ves entonces cómo te llevan derecho los vaticinios del aquí
presente [se refiere a Edipo], que ha pronunciado sobre vosotros dos una mutua
muerte?
POLICINES.— Es que él está interesado en mi muerte pero yo no debo
hacerle caso en absoluto.
ANTÍGONA.— ¡Ay cuitada de mí! ¿Pero quién osará seguirte cuando se
entere de qué calamidades os vaticinó el hombre aquí presente?
Al darse cuenta
que no puede convencer a su hermano de evitar el fatídico encuentro, ella misma
decide asumir las consecuencias. La pregunta final se dirige en primera
instancia a los soldados argivos que lo acompañan en la invasión a Tebas
(quienes podrían abandonar a Polinices al saber que las maldiciones de su padre
lo condenaban a fracasar), pero también parece anticipar el propio dilema de la
heroína. En definitiva, ella misma se volverá la propia respuesta a su
pregunta.
Por otro lado, Sófocles construye
el personaje de Antígona en oposición al de su hermana Ismene. La valentía y
gran entereza moral de la primera, que la lleva a transgredir la ley, la
diferencia de la segunda. Como dice Aristóteles, Antígona pone las leyes
universales por encima de las leyes de los hombres (entendidas como pasajeras).
En Sófocles, la visión de la heroína es idealizada y adquiere actualidad porque
logra aquello que es el objetivo de los héroes contemporáneos: es capaz de
actuar, de manifestar su voluntad, de ser presencia; en definitiva, de ejercer
la libertad. El carácter delineado por Esquilo y Sófocles se constituye como la
interpretación canónica del personaje[2].
Por el contrario, Eurípides —que siempre se caracterizó por ofrecer matices e
interpretaciones poco ortodoxas del mito tradicional— realiza una
representación más realista y menos grandiosa. En Las fenicias, Antígona parece una tímida niña al pedirle a su
pedagogo que le señale los nombres de los guerreros que participarán en la
contienda o al avergonzarse de la presencia de las tropas en su ciudad, por lo
que se va a mostrar reticente a acompañar a su madre a presenciar el
enfrentamiento de sus dos hermanos. Solamente a partir de sus muertes, ella
asume su destino y adopta una posición de rebeldía. La versión del último de
los grandes trágicos puede ser más verosímil e incluso más tierna, pero por el
otro lado hace que el personaje pierda su interés principal: el hecho que el
destino no es para Antígona una necesidad, sino una elección. La tremenda
dureza del porvenir le es anticipada a la heroína en el diálogo con Polinices,
haberlo seguido es ya una manifestación de su propia voluntad.
***
El otro
personaje que se desarrollará es el de Casandra. Hija de Príamo y Hécuba, reyes
troyanos; posee el don adivinatorio, pero es castigada por Apolo y sus
profecías nunca son creídas. Después del saqueo de Troya, es secuestrada por
Agamenón, quien la toma como concubina. Allí vaticina la ruina de la casa real
y es asesinada por Clitemnestra, luego de la muerte del atrida. Aparece como
personaje apenas en dos tragedias: Agamenón
de Esquilo y Las troyanas de
Eurípides. La representación del primero de los grandes trágicos es sobria y
misteriosa, se resalta su rol de profetiza y de víctima del odio de
Clitemnestra. Las visiones se presentan de forma intensa pero contenida y salvo
en el momento del rapto de inspiración, Casandra se encuentra en un estado de
cordura. Por otro lado, la versión de Eurípides no contradice lo propuesto por
Esquilo, pero acentúa los rasgos dramáticos y delirantes del personaje. La obra
transcurre en Troya, apenas ha caído ante el ejército aqueo y se sabe que la
profetiza va a ser llevada como mujer de Agamenón. Su irrupción es breve pero
intensa: eleva un canto de celebración a su himeneo próximo —que es visto por
lo demás como otro signo de su insania (“ni en medio de tus desdichas has
recobrado el juicio, hija, sino que en el mismo estado de locura te encuentras”, le dice Hécuba) — para después afirmar que el
motivo de su júbilo es la próxima muerte de Agamenón, que ella misma planea
consumar. La representación se asemeja a la hecha por el mismo autor de las
bacantes: mujeres gobernadas por la ira, entregadas a un dios y hostiles al
género masculino. El parlamento final de Casandra, en el que se despide de
Apolo y de su madre antes de ser llevada por las huestes aqueas, configura una
imagen profundamente impactante:
CASANDRA.— (…) (Mientras camina
va despojándose de sus atributos de sacerdotisa, que el viento va arrastrando).
¡Oh guirnaldas del dios que más quiero, adornos del evohé, adiós! Atrás he dejado los días de fiesta con que antaño me
regocijaba. Alejaos de mi cuerpo a jirones, para que yo, cuerpo todavía puro,
os entregue a los veloces vientos para que hasta ti sean llevadas, profético
soberano (...) Adiós, madre, no llores. Oh patria querida, hermanos bajo tierra
y padre que nos engendraste, no me habéis de esperar por mucho tiempo, pues
habré de llegar al mundo de los muertos portando la victoria, tras destruir la
casa de los atridas, a cuyas manos hemos perecido.
La configuración dramática y
apasionada del personaje que hace Eurípides se ha mantenido a lo largo del
tiempo[3].
Sin embargo, aun en esta, Casandra se caracteriza por lo opuesto a Antígona: es
ausencia de presente. Conoce hechos del futuro y del pasado que los demás no
poseen, pero es incapaz de poder alterar ese destino. En Agamenón no llega a tener voluntad, pero en Las troyanas las amenazas inferidas se encuentran al margen de sus
propias posibilidades. El hecho es que Casandra, al sufrir la maldición de
Apolo, no tiene ninguna opción de participar en él. Es al mismo tiempo objeto
de deseo, trofeo de guerra y causa de celos y desgracias; los acontecimientos
giran en torno a ella sin que pueda tomar parte. Al mismo tiempo, en la obra de
Esquilo representa a la extranjera, aquella que ha sido alejada de su propio
territorio. Dicho alejamiento no está exento de ambigüedad, ya que pareciera que
en la apropiación de Agamenón las figuras de esclava y esposa no fueran
contradictorias, e incluso, que pudieran implicarse mutuamente. La referencia a
la virginidad de la profetiza la configura como una mujer dedicada por entero a
la divinidad, por lo que la violación de dichas disposiciones no podía sino
traer funestas consecuencias para la casa de Argos. De esa forma, Casandra
atraviesa nuevamente por una situación trágica, pero alejada del resto,
imantada de furor divino, quemada por otro fuego.
***
¿En qué medida
se vinculan estos dos mitos, en apariencia configurados por personalidades tan
disímiles? ¿Qué caracteriza a ambas mujeres que hace que sus actos no pierdan
trascendencia en la actualidad? Múltiples respuestas pueden esbozarse, muchas de
ellas válidas. Sin embargo, es la intención de este trabajo concluir
enfatizando una: la capacidad transgresora. Ambas se enfrentan a sujetos de
mayor poder, garantes de la ley y el orden; pero esta rebeldía obedece a una
situación de injusticia. Ambas se rigen por leyes que perviven las contingentes
leyes de los poderosos, que tienden a devenir en tiranos. En su desacato, ambas
cuestionan la posición del individuo dentro de la polis y muestran una profunda fidelidad a la verdad en su forma postrera,
el destino. Tanto la ejemplaridad apolínea de Antígona, como la videncia
báquica (curioso hecho, ya que la profetiza era inspirada por Apolo) de
Casandra, configuran el cumplimiento de un fatum
que no se realiza por sí mismo. Ese acercamiento voluntario al abismo que de
todas formas las envolverá, se revela como una forma de entereza que todavía no
ha dejado de asombrarnos.
[1] Se
utilizará la edición de las obras completas de Esquilo, Sófocles y Eurípides de
la Editorial Cátedra.
[2] Es
la interpretación clásica que hace Watanabe en su versión del mito griego, mas
no la sugerida por Eielson en su poema en prosa.
[3] En
algunos casos se ha enfatizado su oposición al matrimonio. Curioso ejemplo de
ello es el Auto de la sibila Casandra
de Gil Vicente (1465-1536), que inicia de la siguiente forma: “Dicen que me
case yo: / no quiero marido, no. / Más
quiero vivir segura / en esta sierra a mi soltura, / que no estar en ventura /
si casaré bien o no”.