Por: Ángeles Fernández Díaz
El 15 de febrero último se conmemoraron los veinte años del asesinato de María Elena Moyano a cargo de Sendero Luminoso. La prensa no hizo mucho eco del suceso, a pesar de que ahora se preocupan mucho por recuperar la memoria histórica, sobre todo aquella referida a la guerra civil -o conflicto interno, como prefieran llamarlo- de hace dos décadas. Enarbolada, en su momento, como símbolo de la paz y del rechazo al terror, Moyano fue la víctima mayor y mejor utilizada por el régimen fujimorista para legitimar su permanencia en el poder. Al caer la dictadura, hubiera sido lógica una revisión de cómo se nos contó la historia y con qué objetivos. Pero nada de eso ha pasado. De hecho, el caso es tratado como el de la pobre mujer que, defendiendo su seguridad familiar y vecinal, fue brutalmente asesinada por una horda de criminales. Nada se dice de la actividad política de Moyano, nada de su vida pública. Esto me llevó a pensar que la historia de género en el Perú ha caído en una serie de planteamientos que están teñidos por el feminismo más chato y absurdo.
El lugar de la mujer en la sociedad ha variado significativamente a lo largo de la historia. A inicios del siglo XX, las intelectuales feministas reclamaban por la igualdad de género, el derecho al voto y el derecho a una educación igual a la del varón. Estas ideas las vemos plasmadas, por ejemplo, en los ensayos de María Jesús Alvarado quien propone reformas al Código Civil y a las instituciones socioculturales para que la mujer fuera considerada ciudadana con derechos jurídicos, políticos, educativos y laborales. Estas ideas son muy similares a las que posteriormente desarrollará Simone de Beauvoir en El segundo sexo, a mediados del siglo pasado. Luchas como estas contribuyeron a la mejora de la calidad de vida de la mujer y al respeto por la dignidad del otro. Sin embargo, todavía no hemos alcanzado la tan anhelada equidad de género. Más allá de algún puesto político obtenido por mujeres, las diferencias son muy marcadas en las relaciones que establecemos cotidianamente las personas de ambos sexos: diferencias que nosotras alentamos sin darnos cuenta.
Aún no podemos hacer respetar nuestros derechos porque seguimos tolerando que nos identifiquen con las rosas por ser frágiles, delicadas, etc. y nos sentimos felices cuando nos regalan unas cuantas. No podemos aspirar a una auténtica convivencia en igualdad de condiciones porque muchas siguen reclamando que les cedan el asiento en el transporte público como si fuéramos unas inútiles que no podemos viajar de pie. Y para terminar de adornar el pastel, no podemos dejar de mencionar el Día Internacional de la Mujer: todos se encargan de saludar a quienes puedan, diciéndoles lo lindas y tiernas que son, todos regalan cositas “femeninas” para hacerlas sentir especiales, pero solo queda ahí, en el simple intercambio comercial. Se deja de lado lo realmente importante: pensar y repensar el respeto que merece la mujer como ser humano. No solo un día, sino como una práctica constante. Todo ese tipo de convenciones superficiales que siguen lo “políticamente correcto” colocan a la mujer en un segundo plano.
A esta situación contribuye, definitivamente, que los actuales movimientos feministas ya no constituyan una fuerza importante. Es cierto, sí, que han logrado incluirse en amplios círculos culturales, pero como un movimiento propiamente dicho no existe. Carece de llegada a la opinión pública, y sus luchas son tratadas como cosas que no interesan compartir con nadie. Sus programas y plataformas reivindicativas también han cambiado. Si bien las sufragistas de inicios de siglo lograron incluir a la mujer en aspectos sociales importantes, a fines de la década de los 70 la bandera de las feministas cambia, esta se sitúa principalmente en tres líneas. Primero, el derecho al control de su organismo, pues manifiestan que su biología no condiciona su papel de madre y, por lo tanto, que tienen derecho a controlar su sexualidad. En segundo lugar, el replanteamiento de las relaciones entre el varón y la mujer y el poder que se esconde en ellas. Y finalmente la dicotomía entre lo público y lo privado. De aquí surge lo que vemos hoy en día, como las medidas que avalan el derecho al aborto, la paridad como forma de acabar con las divisiones jerárquicas entre géneros, y la exigencia de que el trabajo doméstico sea reconocido y recompensado e, incluso, compartido.
Esta perspectiva que no va más allá del organismo, del cuerpo de la mujer, es la que ha llevado a que el feminismo sea visto como un movimiento muerto. Sin embargo, muchas intelectuales norteamericanas que forman parte del neofeminismo, como Jean Bethde Elsthain, señalan que ya es tiempo de poner fin a términos que tienden a esquematizar el mundo llenándolo de disyuntivas excluyentes como familia o trabajo. Su propuesta se basa en una consideración antropológica que señala la igualdad, pero también la diferencia entre el hombre y la mujer. Con este punto de apoyo se pretende superar la subordinación y el igualitarismo a la vez. A tiempos nuevos, propuestas nuevas: rechazan masivamente la masculinización de la mujer y apuestan por una apertura hacia la maternidad y la familia. Es importante ver, entonces, la gran diferencia: mientras las norteamericanas buscan tratar el tema desde una posición no excluyente, las feministas peruanas se dejan llevar por figuras como las de la mujer víctima, la maltratada, la incapaz de salir adelante sin ayuda.
Así nos vemos, de nuevo, frente a la figura de María Elena Moyano. Dejemos de recordarla parcialmente, resaltando aquellos aspectos que hagan más trágica su desaparición. No solamente la recordemos como la mujer que dejó dos hijos huérfanos o un viudo. Hagámoslo como la ciudadana cabal que defendió sus ideas políticas, su liderazgo en el PUM y en la población. Dejemos de utilizar la memoria histórica como un instrumento útil a otros fines para alcanzar una sociedad más justa e inclusiva.
1 comentario:
Interesante artículo. NO soy partidaria de resaltar a la mujer por su debilidades, menos por la búsqueda de la igualdad con el par masculino. Lo que sí considero es que la diferencia la hacemos cuando nos planteamos como otro punto de vista en la sociedad. Ahí nos convertimos en un sujeto cultural que hace de este mundo un lugar en donde exista el diálogo. Por eso recordamos a María Elena Moyano, por ser un punto de vista alternativo de lucha social en un contexto plagado de caos.
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