miércoles, 13 de julio de 2011

Ni pandillas, ni bandas: Reflexiones sobre la violencia juvenil


Por: Jerjes Loayza Javier



Luego de investigar el tema de la violencia juvenil en la Comunidad de Huaycán, Distrito de Ate, para elaborar mi tesis de licenciatura, decidí no ahondar más en el tema de las bandas juveniles urbanas, para enfocarme en otros aspectos de la cultura juvenil. Sin embargo en los años venideros, al ahondar en las interacciones juveniles limeñas, me encontré con la triste sorpresa de que la violencia juvenil no podía ser soslayada aun en este tipo de investigaciones, por el contrario la violencia era patente en diversas relaciones sociales juveniles, en diversos contextos, cobrando diversas formas, a veces muy específicas unas de otras. El pandillerismo me demostró que azota con su cruda realidad por doquier, por lo que su estudio y análisis era una labor, que una vez más, me enrumbaba a la actividad teórico-práctica en esta materia. Presento algunas reflexiones al respecto producto de una investigación realizada en Huaycán[1], de la ponencia “Construcciones sociológicas en torno al pandillaje juvenil en América Latina” para el evento académico del PRE ALAS, realizado en la Universidad Ricardo Palma en el presente año, y de la actual investigación que versa sobre datos recolectados en la ciudad de Lima durante el año 2011. Se trata de  resultados transitorios, que al día de hoy continúo construyendo.

Empecemos por las etiquetas que nublan toda reflexión al respecto. “Pandilla” de por sí es una categoría arbitraria que pretende generalizar fenómenos totalmente diferentes, los que a su vez poseen matices específicas necesarias para comprender dicha problemática. A veces quienes somos ajenos a tales grupos juveniles violentos –que justamente somos quienes abordamos los temas, quienes enjuiciamos a esos jóvenes o quienes criticamos abiertamente este fenómeno social pernicioso para la sociedad- poco o nada sabemos de la mirada que ellos dan a sus manifestaciones simbólicas. Conversando durante algunos meses con algunos de ellos y ellas, y entablando amistades diversas, pude cerciorarme de una importante categoría que había sido dejada de lado: la transición. O que en palabras de Turner, liminalidad. Para entender dicho concepto, debemos tomar el período de margen o de liminalidad, como una situación inter – estructural[2]. Por ello creo prudente llamarlos grupos juveniles que aun no toma una posición valorativa, siendo por el contrario jóvenes en un estado de liminalidad latente, que los ubica en una situación inter- estructural diversa y compleja, dependiendo no sólo del contexto, sino del sujeto que la experimenta. Dicho estado transicional será un estado en el que el joven deberá decidir, aprender, experimentar; por ello no se puede homogenizar dichos grupos pandilleriles, sino admitir sus matices y resignificaciones. Si bien Santos los ha denominado “esquineros trajinantes”[3], esta es una enunciación meramente espacial, mas no lo suficientemente simbólica. Asimismo Strocka los prefirió llamar “manchas” para enunciarlos del modo en que sus integrantes se autodenominaban, para referirse a las pandillas en Ayacucho; sin embargo es poca la explicación teórica que se puede desprender de ella. A partir de la importancia que le doy a la liminalidad, prefiero denominarlas en adelante –sin desear pecar de rimbombante- como Grupos Juveniles Liminales. 

Ahora bien, ¿qué las hace transitorias, a diferencia de las bandas delincuenciales de adultos o de las bandas juveniles salvadoreñas o colombianas por ejemplo? Empezando por lo último, cabe destacar que los grupos juveniles liminales en el Perú no se reúnen ni para delinquir ni para asesinar, su formación es inconsistente y no posee una organicidad al estilo de las Maras Salvatruchas, ni un estilo sanguinario masivo, al estilo de los adolescentes sicarios en Colombia. En aquellos contextos se vive una especie de “cárcel cultural”[4] que es capaz de castigar con la muerte a los desertores. Los estigmas que recaen sobre ellos los fortalece, pudiendo ver tatuajes hasta en el rostro que buscan violentar al otro con la sola presencia. Por otra parte, los adultos que delinquen en nuestro contexto ven en la delincuencia un modo de vida, a diferencia de los jóvenes integrantes de pandillas, que oscilan generalmente entre los 14 años y los 20 años de edad. Éstos últimos lo ven como un pasatiempo –algunas veces mortífero- capaz de resaltar todas esas energías de las que están hechos que de uno u otro modo necesita irradiar. Los delincuentes han decidido un estilo de vida, los jóvenes liminales no, aun dudan y no esperan morir por el amor a un equipo de fútbol o un barrio. Más aun su salida de estos grupos no será castigada, ni tampoco ovacionada: sin pena ni gloria, continuarán con su vida. Los estigmas no los fortalecen, por el contrario, los ahuyentan y en muchos casos, los llevan a la reflexión.

Las tensiones entre la presión del grupo y el miedo al castigo institucional son muy claras en muchos casos. Se trata de actitudes a medio camino entre la delincuencia y la legalidad. Por un lado, la exigencia del grupo para ejercer la violencia y por otro la autoexigencia de no cometer delitos cuyo castigo institucional (cárcel) les convertiría en delincuentes de pleno derecho. El lugar en el que los jóvenes liminales se desenvuelven puede determinar ciertos comportamientos: el pertenecer a una comunidad en donde la violencia no sólo dinamita por doquier, sino que es valorada y respetada por los pares, puede no sólo convencer, sino en algunos casos obligar a que un joven se integre a un grupo juvenil violento. Al permeabilizar comportamientos y actitudes demuestran cierta resistencia a no abandonar valores morales y éticos, poniendo en primer término a sus familias y lo que éstas puedan decir de ellos. El debate es amplio y la realidad apenas figurada bajo la oscura capa de la teoría. Es necesario reflexionar sobre la condición racional e irracional de los jóvenes liminales, quienes mezclan diversas intenciones, tanto lúdicas como tanáticas, lo que nos lleva a interacciones eminentemente complejas, y cuya comprensión empieza por ellos mismos, es decir desde sus propias perspectivas. Lo que denomino clandestinidad juvenil, es propio de una condición liminal, que la hace situacional y transicional, más no estacionaria y definitiva. Sería no sólo difícil, sino imposible hallar marcadas separaciones entre lo racionalizado y lo irracional, lo cual nos lleva a nuevas y mayores formas de sentir y pensar la realidad de la violencia juvenil en el Perú.




[1] LOAYZA, Jerjes (2011)“Grupos juveniles liminales en Lima: Un estudio de caso en la comunidad autogestionaria de Huaycán”. RECSO Revista de Ciencias Sociales. Montevideo: Año 1, Número 1, 2010. Pág. 34 – 53. Universidad Católica de Uruguay.
[2] TURNER, Víctor (1970 ) Simbolismo y ritual. Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima.
[3] SANTOS, Martín (1998)  “Emociones, desempeños morales contextuales, conflicto social y relaciones  de poder en redes de esquineros-trajinantes de un barrio popular de Lima”. En Maruja Martínez y Federico Tong, (editores).¿Nacidos para ser salvajes?. CEAPAZ. Lima.
[4] MARTÍN ALVAREZ, Alberto; FERNANDEZ ZUBIERTA, Ana y VILLARREAL SOTELO, Karla. (2007) “Difusión transnacional de identidades juveniles en la expansión de las maras centroamericanas”. En Perfiles Latinoamericanos. Julio-diciembre, número 30. México: FLACSO.

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